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Francisco y los otros Cristos

Tras esta importante visita papal a Colombia, que reconfirmó mi agnosticismo pero me convirtió en franciscano, entendiendo por esto “seguidor del gran humanismo de Francisco”, es necesario hacer un alto en el camino y evocar a los muchos cristos de otros templos profanos

12 de septiembre de 2017 Por: Santiago Gamboa

Tras esta importante visita papal a Colombia, que reconfirmó mi agnosticismo pero me convirtió en franciscano, entendiendo por esto “seguidor del gran humanismo de Francisco”, es necesario hacer un alto en el camino y evocar a los muchos cristos de otros templos profanos, esos que, de algún modo, también murieron en la cruz y por los demás: para que otros recibieran el supremo bien de la belleza y del arte, y para que pudiéramos ejercer la espiritualidad a través de obras plenamente humanas, conmovedoras, sabias y oportunas, como muchas de las palabras del papa Bergoglio en Colombia. Para esto he actualizado un texto anterior que trataba de religiosidad pagana.

¿Quiénes son estos cristos de rostro humano, que no fueron hechos a imagen y semejanza de ningún dios? Los artistas, poetas y filósofos. Los danzantes de la vida entendida como sueño o posibilidad.

Como Juan de la Cruz, poeta y santo de la iglesia, prófugo de la cárcel de los Calzados, sufí clandestino, supremo místico: “La noche sosegada, en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora”.
Como Dostoievski, salvado del fusilamiento por un correo que llegó a caballo, al galope, segundos antes de que un coronel diera la orden de fuego; el apóstol perdido en el vicio del juego, en las deudas que lo llevaron a escribir una novela en 26 días, El jugador, para pagar una acreencia.

O Balzac, adicto al café y a los cuadros de Delacroix, amante de muchas mujeres lejanas, a las que iba a visitar poniendo en peligro su salud; creador omnisciente, pequeño gran dios que murió a los 53 años, joven, pero le alcanzó para dejarnos más de 25.000 páginas geniales.

Como Rimbaud, el que sentó en sus piernas a la belleza y la encontró amarga. Por eso su fantasma recorre los polvorientos caminos, murmurando: “Al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las ciudades espléndidas”.

Y Edgar Allan Poe, borracho, inconsciente a las puertas de un bar de Nueva York. Su cruz podría estar en Rhode Island o en Baltimore. “Que dios ayude mi pobre alma”, fueron sus últimas palabras. También pudo decir: “Nunca más”.

Y Porfirio Barba Jacob. ¿Dónde estará su cruz? ¿En algún sórdido hotel de Managua o buhardilla del D.F.? “¡Que el jugo de las viñas me alivie el corazón! A beber, a danzar en raudos torbellinos, vano el esfuerzo, inútil la ilusión…”.

Y Pier Paolo Pasolini: jóvenes, pobres amantes. Asesinado en una playa en condiciones muy poco claras. Fue homosexual y comunista. También católico. Extraño cóctel.

Y Malcolm Lowry, quien solía decir: “La única esperanza es el siguiente trago”. Su cruz puede estar en Dollarton, Columbia Británica, donde fue feliz. “Compadece al ciego y al lisiado, pero también al que está en el banco y no puede ni firmar su nombre”. Fue alcohólico y suicida.

Y Paul Celan: saltó al Sena desde el puente Mirabeau, de París. El poeta del silencio, tal vez de las profundidades. Su cruz, llena de algas, estará al fondo de algún lago.

Y Gómez Jattin, en Cartagena. Travestido, esquizofrénico, homosexual, poeta y marihuano. “Despreciable y Peligroso, eso ha hecho de mí la poesía y el amor”.

Y acá, en Cali, el joven Andrés Caicedo, quien nos dejó en sus páginas un espejo en el que vemos cómo pasa el tiempo, indiferente, y no nos convierte en sabios.

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