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El arte de la locura

Cada vez es más cercana y evidente la relación entre el artista y el mundo de las enfermedades psiquiátricas, donde el arte juega un papel terapéutico que raras veces funciona como cura definitiva, pero sí como paliativo.

5 de marzo de 2019 Por: Santiago Gamboa

Cada vez es más cercana y evidente la relación entre el artista y el mundo de las enfermedades psiquiátricas, donde el arte juega un papel terapéutico que raras veces funciona como cura definitiva, pero sí como paliativo. Van Gogh sería el caso emblemático del hombre atormentado que, a través de su fuerte coloración y su pincelada gruesa, nos muestra esos laberintos mentales que al final lo condujeron a la muerte. Porque el arte no sólo nos muestra los mundos posibles; también el universo deformado y hecho astillas de quienes lo ven a través de obsesiones de origen clínico, y que a menudo son percibidas como brotes de genialidad. De ahí el enorme prestigio de la locura en el arte. En Diario de un genio, Salvador Dalí dice: “La única diferencia entre un loco y yo, es que yo no estoy loco”.

El mundo literario, por supuesto, tiene sus personalidades importantes y trastornadas. Edgar Allan Poe habría sido un interesantísimo caso para cualquier psiquiatra. La bipolaridad, los brotes psicóticos y la esquizofrenia parecen abonar esa indispensable característica de ‘ser otro’ que da tanto rédito en cualquier disciplina artística. “Yo es otro”, sentenció Rimbaud, proponiendo un cierto desdoblamiento artístico, algo contra lo cual, en la vida cotidiana, el enfermo psiquiátrico combate.

En su célebre Aurelia, Gérard de Nerval nos lleva de la mano al interior de su locura, la cual, según sus biógrafos, se manifestó el día en que encontró en un mercado de las pulgas de París un mueble que se había perdido en uno de sus cuentos. Deterioro del sentido de realidad, psicosis. Dostoievski luchó contra los demonios que lo llevaban a la destrucción a través del juego, que no es otra cosa que la sublimación del deseo de suprimirse para volver a empezar, con cartas nuevas. ¡Una segunda oportunidad!

Y un caso reciente: David Foster Wallace, con una literatura minuciosa y detallada, tanto como su terrible necesidad de encontrar coherencia en un universo que él veía hostil, enemigo, y que intentó comprender en sus libros, obsesivamente, hasta ser derrotado. Se colgó con el cinturón de una de las vigas del techo de su casa a los 48 años.

El caso de Nietzsche es un ejemplo ilustre que, por supuesto, puso en relación la locura con la genialidad, aún a sabiendas de que no todo loco es un genio. Ambos se transforman, como Gregorio Samsa en La metamorfosis, representación literaria de uno de los trastornos de la alterada mente de Kafka.

En medio de todo esto, claro, hubo también autores que simplemente escribieron narraciones sugeridas por su experiencia y su formación intelectual, y que no enloquecieron ni estaban ya locos en el momento de producir sus grandes obras. Bastaría con citar el caso de García Márquez, Borges o Marcel Proust.

Hoy proliferan con éxito textos de contenido biográfico que tienen como fin ‘superar’ un trauma de la vida: la pérdida del padre o de la madre, el haber sobrevivido a la muerte, el sobreponerse a la tragedia de un hijo, etc. Leo por estos días Mis rincones oscuros, de James Ellroy, donde trata el tema de su madre, asesinada, violada y tirada al borde una carretera en 1958. El libro es como el texto que un psicoanalista pediría a su paciente, y es muy bueno, aunque terrible. ¿Será entonces que el destino de la literatura es convertirse en una de las ramas de la psiquiatría?

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