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Dos poetas

Una oración, palabras imposibles y hermosas. Las 48 personas que estuvimos ahí, la mañana de este martes, vivimos todo eso sin dar crédito, sin saber que un momento así, en lo que nos queda de vida, será ya irrepetible.

3 de septiembre de 2019 Por: Vicky Perea García

Dos poetas, el español Manuel Vilas y el colombiano Ramón Cote, leyeron algunos de sus poemas este martes, a las once de la mañana, en un salón de la Biblioteca Departamental de Cali. Es la quinta edición de Oiga, Mire, Lea, ese laborioso invento de José Zuleta, fundador y primer impulsor, que ya se ha convertido en una de las etapas importantes del mapa literario del país. Éramos exactamente 46 personas oyendo poesía a esa hora. Fuimos 46 los que vivimos ese momento. Bueno, 48 si contamos a los dos poetas. ¿Y qué fue lo que pasó? Lo que pasó por ahí fue la gran poesía, la sublime y lejana y ardorosa poesía. Eso pasó. El aire de ese salón guardará por un tiempo lo que ahí se dijo, las palabras que fueron sobreponiéndose unas a otras, y su brillo. Estos dos poetas se veían algo desnudos delante de los focos, sentados en dos sillones muy blancos. Vilas, además, estaba vestido de blanco. Parecían dos condenados a muerte o dos marineros perdidos. Cote comenzó leyendo poemas de viajeros descalzos, de monedas acumuladas cerca de las costuras de los bolsillos, de caminatas solitarias, en la noche, cruzando puentes amarillos.

Vilas explicó algunas cosas antes de leer su primer poema, que hablaba de un viejo automóvil que tuvo durante catorce años y que debía ser reparado. Pero la reparación era muy costosa, así que le recomendaron llevarlo al desguace. Al matadero de los carros. Al mismo tiempo su perro, con quien vivía hace catorce años, se enfermó de cáncer. La cosa se presentaba mal y la operación era muy costosa. Le recomendaron sacrificarlo. El poema hablaba de la tristeza de perder a los compañeros de la vida, y al final, en el último verso, le cedió la palabra a su carro para que pudiera despedirse de su propietario antes de ser aplastado por los brazos mecánicos del desguace. Las ventanas, las calles de Bogotá o de Zaragoza, un hombre desamparado que mira las cosas con afecto hasta que llega un poema que les da vida. La poesía, la poesía. En ese salón de la Biblioteca Departamental la gente empezaba a hundirse cada vez más en las palabras que traían Vilas y Cote, aunque, por momentos, no daba la impresión de que las leyeran o dijeran, sino que emanaran de ellos, como esos efluvios sobrenaturales que aparecen en los lienzos de Turner.

Cote, actuando de anfitrión, cedió el tiempo a Vilas para que siguiera con su poesía de callejones y sueños eternos. En otro poema, un hombre llamado Vilas sale a la ciudad a repartir todo el dinero que tiene. Quiere ser un santo, un salvador, un mesías. Camina por las calles de Zaragoza y se eleva por encima de lo humano repartiendo 800 euros allí, 450 allá, hasta que comprende que, si bien esos desvalidos lo aman, los dioses lo siguen mirando con indiferencia. Luego Cote viajó a una ciudad de la India, Orccha, y leyó un poema de viajeros y recuerdos y de pasos que se van quedando atrás, aunque la memoria se empeñe en traerlos de vuelta. Vilas atacó de nuevo con un poema al primer McDonald’s de Zaragoza, un callejón en donde las pobres gentes de esa ciudad se sentían felices. Y al final, el poema a la muerte de la madre de Vilas. Una oración, palabras imposibles y hermosas. Las 48 personas que estuvimos ahí, la mañana de este martes, vivimos todo eso sin dar crédito, sin saber que un momento así, en lo que nos queda de vida, será ya irrepetible.

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