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Diario capitalino

Hace un año que no venía a Bogotá, y claro, desde la pequeña y amistosa Cali esto se ve como un humeante y decolorado Houston criollo

17 de febrero de 2021 Por: Vicky Perea García

Vuelo a Bogotá. Me impresiona el perfil de la ciudad desde la Avenida El Dorado, con esas tres torres enormes, como lápices clavados en la tierra que se alzan contra los cerros. Los rascacielos de la capital. ¿Qué dicen los rascacielos? Dicen progreso, dicen inversión y patrimonio, dicen sociedad que camina con decisión hacia el futuro, dicen capitalismo y optimismo.

El capitalismo es la metamorfosis económica del optimismo. Hace un año que no venía a Bogotá, y claro, desde la pequeña y amistosa Cali esto se ve como un humeante y decolorado Houston criollo. Bogotá, poco a poco, ha logrado lo que más le gusta: parecer. ¿Y qué parece mi frívola y presuntuosa aldea natal? Esa gran ciudad que aún no logra ser del todo, al menos desde las grandes ligas internacionales. Aunque en la local es la gran urbe, no hay duda.

Llego al hotel Embassy Suites, en la Calle 70 con Sexta. Un lugar agradable. La vista es bonita y hace sol. Es la primera vez que llego a un hotel en Bogotá, pues no me atrevo a ir a la casa de mis padres. El covid. Llegar a un hotel en mi ciudad natal, donde vive toda mi familia, es también una declaración de libertad. Siento que soy un ciudadano anónimo y un hombre de la multitud incluso aquí, donde están todas mis raíces.

Eso es lo que significa llegar a un hotel: ser apátrida, anónimo, un hombre solitario ante la efervescencia humana, alguien que está por fuera de los ritos y afanes del mundo. Me gusta sentir que no soy yo el que mira por la ventana y fantaseo con “no conocer la ciudad”. Salgo a caminar fingiendo que soy ese extranjero solitario y anónimo y descubro cosas.

Descubro, y esto es insólito, que Bogotá no me provoca angustia. No tengo en el cuello esa opresión de antes que me reprocha culpas imaginarias, el haber desatendido algo, un sentimiento que tiene que ver con la falta de oxígeno. No. Ahora todo está bien, ¿qué cambió? No lo sé.
Tal vez la falta de esa llovizna gélida que tanto marcó mi adolescencia.
Nací en la clínica Marly de Bogotá proveniente de algún remoto lugar, lo que quiere decir que Bogotá fue la primera ciudad extranjera a la que llegué. Aquí está la memoria de mis inicios. Entonces voy a visitar los barrios de mi vida: el Calderón Tejada, el Bella Suiza, la Cabrera. También Usaquén. Es una ciudad asombrosamente fea, sombría e informe, pero en esa fealdad encuentro un sentido enigmático de la belleza, porque la gente que vive aquí quiere ver encanto y ese anhelo se proyecta sobre el espacio. Lo bello de las cosas es también el modo en que las viven y sienten quienes están condenados a ellas.

Salgo a caminar por el barrio fingiendo ser extranjero, como dije, y miro a lado y lado. Voy a la librería Tornamesa, que es uno de los centros neurálgicos y veo que esas calles de las que en Bogotá llaman Zona G son bastante agradables, arboladas, con esas viejas casas de ladrillo de inspiración inglesa y que hoy son restaurantes o almacenes, pues ya no corresponden a la vida de nadie en Bogotá. Y en los extremos, en las periferias, esos enormes y pobladísimos barrios de la clase media baja, baja y muy baja. La miseria y el desamparo.

Esas legiones de personas que se ganan la vida en el día a día y que han puesto el 90% de los muertos de la pandemia. ¿Volveré alguna vez a vivir aquí? Difícil. Me he acostumbrado a las ciudades de dos sílabas.

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