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De otras épocas

Hace un tiempo una revista me pidió hacer una lista de cosas que me producían nostalgia (síntoma inequívoco de alguien que se acerca con paso firme a la tercera edad), así que me puse a pensar en mi adolescencia.

9 de septiembre de 2020 Por: Santiago Gamboa

Hace un tiempo una revista me pidió hacer una lista de cosas que me producían nostalgia (síntoma inequívoco de alguien que se acerca con paso firme a la tercera edad), así que me puse a pensar en mi adolescencia, allá por el final de los años 70 y el inicio de los 80, y me llené de imágenes evocadoras de una época que, diablos, ¡parece de hace siglos! Sin querer hacer un ejercicio de idealización de la juventud (si es que esto es posible), debo decir que la apariencia de antigüedad que, visto desde hoy, provocan esos años, tiene que ver sobre todo con dos cosas: la ausencia del celular y la del Internet, dos revoluciones que llegaron a mediados de los años 90 y que, hoy, se han convertido en sustitutos absolutos de la experiencia.

No creo que antes la vida fuera mejor, ni más sincera o más reflexiva, como creen algunos, pero sí constato que era más lenta. Todo ocurría más despacio porque la comunicación tenía un ‘tempo’ pausado. Al llegar a mi casa de la universidad yo preguntaba, ¿me llamó alguien?, y me decían, sí, lo llamó su amigo Tomás, y dijo que lo esperaba en la casa de Ricardo para ir a la tienda. Eran mis amigos del barrio. En ese instante, a los 18 años, yo me sentía perfecta y extraordinariamente comunicado. Si al llegar a la casa de Ricardo no había nadie, me dirigía a la tienda y allí los encontraba. Comunicación perfecta.

La histeria de la híper comunicación llegaría después, pero yo siento nostalgia de esos remansos temporales de los 80. Uno salía un sábado en la noche con un grupo y con ese mismo grupo terminaba la velada, puede que con algún encuentro casual. Tras la instauración del celular las noches ya no tenían fin, pues iban surgiendo nuevas citas y el tiempo de una noche ya no daba abasto: “¿Dónde están?”, “¡vamos para allá!”. Hay también una consecuencia literaria: muchos de los argumentos de grandes novelas, con el celular, ya no tienen sentido. El final de Doctor Zhivago, por ejemplo. Cuando mi novela Perder es cuestión de método fue adaptada por Sergio Cabrera al cine hubo que tomar la decisión: era anterior al celular y para actualizarla había que cambiar cosas de la trama que ya no eran creíbles.

Ni se diga el Internet. No soy tan nostálgico como para querer que desaparezca -tampoco soy bobo-, pero sí extraño esa época en que uno investigaba yendo a las bibliotecas. Hoy los alumnos hacen exposiciones proyectando en el salón videos de los autores que encuentran en YouTube y eso para ellos tiene más peso que sus propias lecturas. Lo mismo en la prensa. Muchos periodistas, en lugar de leerse los libros de un autor al que van a entrevistar, se leen las entrevistas que ya dio y es con eso con lo que elaboran su cuestionario.

Siento nostalgia de ese modo libresco de acercarse al conocimiento.
Alguien dirá que los libros siguen estando ahí, pero hoy son tantos los atajos que ofrece Internet que ya es un verdadero milagro leer e investigar. Y eso me produce tristeza, pues yo me formé así y es así como sigo viviendo, en un mundo cada vez más extraño. Porque como dice Héctor Abad: “Somos igual que profesores de latín, lo que sabemos cada vez tiene menos valor”. Y es precisamente eso de lo que siento nostalgia; de un modo de conocer el mundo y de ir, con un ‘tempo’ lento, adentrándose en él, con la ayuda de los libros.

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