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De ferias y miedos

La carretera estaba repleta de soldados con pasamontañas, rifles de asalto ya dispuestos para el combate, camionetas ranger apostadas en las rectas, en los altos, en las planicies.

4 de diciembre de 2018 Por: Santiago Gamboa

Algún día intentaré escribir sobre los chascos y desventuras de un escritor en las ferias del libro, lo que no deja de ser paradójico, pues al fin y al cabo esas ferias son el lugar de encuentro de escritores y editores, de escritores y público, de escritores y agentes literarios, de escritores con medios de prensa especializados y de escritores con otros escritores, una buena dosis de endogamia pero también un aspecto necesario de la vida profesional, de ahí que sea tan importante ser invitado y asistir a ellas, a pesar de las críticas posteriores de quienes no van o de quienes no son invitados o de quienes piensan que un escritor no debería viajar sino quedarse en su casa, como hacen ellos. En fin.

Yo acabo de volver de la feria del libro de Guadalajara, la FIL, y la verdad es que el chasco no tuvo que ver con la feria en sí, que estuvo estupenda, sino con la llegada hasta allá por cuenta de Avianca. Ya en otra columna narré las incomodidades que debí padecer, así que sólo lo menciono de pasada, pero la verdad es que entiendo por qué tanta gente hoy ha decidido cambiar de aerolínea, arriesgar la vida en la carretera o quedarse en su casa para siempre.

De cualquier modo, una vez que logré llegar a Guadalajara con 36 horas de retraso, lo que me hizo perder la presentación del libro de Rodolfo Walsh del que hablé la semana pasada, todo fue de maravilla: autores hablando de sus libros, entre los que destacaré al gran Leonardo Padura, al próximo Nobel, el rumano Mircea Cartarescu, al venezolano Alberto Barrera Tyszka, a Sergio Ramírez y Gioconda Belli de Nicaragua, al portugués José Luis Peixoto, en fin, a muchísimos grandes.

Pero la experiencia que quiero relatar fue una invitación que me hizo una escuela pública rural, eso que allá llaman ‘una prepa’ (preparatoria) en un pueblito como desterrado del mapa llamado Degollado. Extraño nombre, pensé cuando iba para allá en un trayecto de más de dos horas desde Guadalajara a través de campos de agave y de ají, de cerros de una roca rosada con la que hacen estatuillas y monumentos.

Para llegar debimos entrar al estado de Michoacán y luego volver a Jalisco. Y ahí fue que sentí el frío de la realidad mexicana, pues la carretera estaba repleta de soldados con pasamontañas, rifles de asalto ya dispuestos para el combate, camionetas ranger apostadas en las rectas, en los altos, en las planicies. “Es por los narcos”, me dijo el profesor que vino a recogerme.

Luego, al llegar a Degollado, agregó: “Mira con discreción por el retrovisor, ¿la ves? Son ellos. Hacen su ronda”. Una enorme camioneta negra de vidrios oscuros venía detrás, y tal vez por la frase del profesor la vi como un espejismo del mal, del mal radical, y recordé los huecos circulares en el desierto en los que entierran a sus víctimas, a veces sin que aún hayan muerto.

Los Caballeros Templarios de Michoacán, pensé. Inquieto, quise saber si podríamos tener algún problema. “No”, me dijo, “por eso vine en este auto de la Universidad de Guadalajara, que ellos respetan”. Qué buena idea tuviste, le dije, y al otro día, al ver en directo la posesión de López Obrador y los aplausos de la gente en la calle, agolpada ante los televisores de las cafeterías, me pregunté qué será de este increíble país al que tantos peligros acechan. Y le deseé en silencio lo mejor.

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