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Ciudades y libros

He vivido en muchas ciudades y casi siempre en capitales, al menos...

8 de abril de 2015 Por: Santiago Gamboa

He vivido en muchas ciudades y casi siempre en capitales, al menos desde que tuve libertad para elegir. Después de Bogotá vino Madrid, en 1985, y luego París, Roma, Nueva Delhi, de nuevo Roma, en la que había vivido también de niño, en 1974, y al final Cali.Siempre ciudades, pues desde muy joven sentí atracción por esa imagen romántica que proviene del viejo cine norteamericano: la del hombre solitario, de gabardina y sombrero, que se baja de un tren con una maleta y busca un hotel en una ciudad desconocida. Ese personaje está en Jungla de asfalto, de Houston, o en El asesinato, de Kubrick, por cierto ambas con el mismo actor, Sterling Hayden, que parecía ser el prototipo del hombre solo enfrentado a la gran ciudad. Un hombre con una maleta en la mano, un desconocido de sombrero al que vemos alejarse, y lo vemos desde atrás, fumando, y el humo queda en el aire mientras sus pasos resuenan con fuerza sobre la calle, como los pasos de El tercer hombre, de Carol Reed, que son los de Orson Wells, y su sombra se proyecta sobre los muros cuando las luces de algún carro lo iluminan.Esta visión urbana, de la ciudad de noche, es también la imagen de la novela moderna, pues es precisamente en la ciudad donde se encuentran los desconocidos y surgen las historias, donde dos coinciden en un ascensor y algo sucede, donde alguno se enamora perdidamente de la cara de una mujer en un cartel publicitario, donde hay amantes que se dan cita en moteles sórdidos y son felices mientras que afuera, en la calle, hay hombres y mujeres desesperados que se entregan al alcohol y prostitutas y mafiosos y mujeres bellas y frívolas, como las de las novelas de Scott Fitzgerald, y claro, mucha gente común, la gente que vive en las mejores novelas del siglo, la gente común que puebla las ciudades y los trenes nocturnos.Hay una estética de bares y esquinas oscuras y callejones o largas avenidas que le pertenece a la literatura urbana, que sólo es posible desde que hay faroles y alumbrado público y policías patrullando en automóviles con sirenas que parecen partir la oscuridad en dos y tabernas abiertas toda la noche, como en las que beben y se emborrachan los personajes de Tennessee Williams o de John Dos Passos, o los cafés parisinos en los que el inspector Maigret pasa el tiempo bebiendo café con cognac cuando una investigación le va a tomar toda la noche. La noche, como se ve en las novelas de Dostoievski, parece por momentos más literaria. Gogol, en La perspectiva Nevski, describe los personajes que habitan la avenida central de San Petersburgo, y nos ilustra sobre cómo los mismos andenes por los que, de día, pasean las madres empujando coches de niños y los colegiales juegan y los ancianos toman el sol, durante la noche son habitados por gente muy diferente, delincuentes, tahúres, alcohólicos y prostitutas. Es la ley de la ciudad y de sus calles. También Joseph Roth, en Hotel Savoy, nos dice que la noche esconde el vicio y la pobreza y la desesperanza, y lo cubre con un velo pudoroso, casi maternal. Es por esa avenida, la Perspectiva Nevski de Gogol o el puente de Kalilingrad de Las noches blancas, de Dostoievski, o por el puente de Brooklyn, siempre en la noche, por donde se pasea ese hombre de gabardina, ese personaje que puebla las novelas y que, con su misterio, llena de sentido tantos libros.