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Cartas de Andrés Caicedo

Vengo leyendo los diarios de Andrés Caicedo ya desde hace un par de días, obsesivamente, aunque debo confesar que empecé por el segundo tomo, rompiendo la regla del orden cronológico.

30 de septiembre de 2020 Por: Santiago Gamboa

Vengo leyendo los diarios de Andrés Caicedo ya desde hace un par de días, obsesivamente, aunque debo confesar que empecé por el segundo tomo, rompiendo la regla del orden cronológico. Aún me falta mucho pero he querido escribir unas primeras impresiones. Los libros de correspondencia, al igual que los diarios, tienen una característica y es que en cada página el lector conoce el desenlace de la vida, algo que el autor de la carta no conoce aún, pues uno lee desde el futuro. Esto les da un sabor muy bello y melancólico.

En esta correspondencia veo a un muchacho obsesionado por el cine y la literatura, combatiendo por la vida a través de su amor por la pantalla y por los libros. Me conmueve tanto leer sus listados de películas, de libros leídos, sus anhelos y búsquedas… Caicedo está buscando, construyendo. Ahí están las letras de los Stones y el ritmo de la salsa para darle juicio y locura, todo eso que le permite seguir adelante.

Veo a un autor poniendo con esfuerzo cada uno de los peldaños de su propia escalera al cielo. Hay en el tono de sus escritos un combate bellísimo y una genuina esperanza, la frescura de quien, a pesar de todo, considera que lo mejor está por venir. Es implacable, no hace concesiones ni a la vida ni al arte ni a la sociedad. Es el retrato del artista adolescente, del novelista cachorro. Se va a Silvia a terminar su novela, ¡Qué viva la música!, y la envía a un olvidado premio que no ganará, pero hoy sabemos algo que él nunca supo y es que la novela perdió esa batallita pero ganó en la contienda definitiva y más importante: la de la literatura a secas.

Veo a un joven escritor dándose a conocer con las uñas, intentando proteger y promocionar su talento, contra toda esperanza. Las cartas al venezolano Luis Britto rogándole un prólogo para un libro de cuentos, por ejemplo, un prólogo que al final este nunca le envió y el libro no se publicó. Caicedo lanza hacia él sus brazos con la esperanza de que Britto le envíe un salvavidas para existir y darse a conocer. Ay, pero cómo es la vida. El tiempo es cruel y hoy Andrés Caicedo es una figura enorme, mientras que el difícil y resbaladizo Luis Britto, que respondía con cuenta gotas a sus ruegos, es poco conocido; hoy le vendría muy bien la cercanía con el autor de ¡Qué viva la música!, al menos en Colombia.

Me impresiona lo bien informado que estaba Caicedo en materia literaria y sus gustos son, a mi modo de ver, grandes aciertos: habla de Lowry. Dice que Cali es su Oaxaca. Leía a Vonnegut. Le gustaba mucho Cela, con toda razón, un gusto que yo obtuve tarde, pues en mi juventud de estudiante contestatario en España se consideraba a Cela un ‘escritor franquista’. Concuerdo con Caicedo: Oficio de tinieblas 5 es uno de sus mejores libros. Leyó a Bryce cuando nadie en Colombia lo conocía. Fue fanático de Lovecraft, como tantos jóvenes. Su incesante ir y venir videando cine del bueno y del regular, sus increíbles maratones fílmicas, como la de ver 42 películas en 20 días, en Nueva York, lo describen de cuerpo entero.

Y las dos cartas finales, que ya leí. Dice Sandro Romero, en su excelente prólogo, que la última fue la dirigida a Miguel Marías, pero la escrita a Patricia, su novia perdida, retumba. Sus palabras finales son un salmo: “Ahora salgo a buscarte. Amor mío”. Y después la muerte. Este martes habría cumplido 69 años.

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