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Cárceles lejanas

Lo que llama la atención de los tres extensos relatos es, sobre todo, su increíble lenguaje. El modo en que están escritos supera lo atractivo de la anécdota. O en otras palabras: las anécdotas se vuelven interesantes porque están bien escritas.

15 de noviembre de 2017 Por: Santiago Gamboa

Acabo de leer, sintiendo que los dedos me quemaban al pasar cada página, Niebla en la yarda, de Estefanía Carvajal, una joven periodista paisa que reunió en un volumen varios perfiles de colombianos que han pasado temporadas en cárceles norteamericanas, dando testimonio de la dureza y los límites a los que se llega en esos centros de acopio de lo más complejo y violento de la sociedad. El libro, publicado por la editorial Angosta en su colección de No Ficción, tiene además una curiosa anécdota y es que uno de los perfiles debió ser cubierto con una mancha de tinta, pues el exconvicto cambió de opinión y no autorizó la publicación de su historia (con el libro ya impreso).

Lo que llama la atención de los tres extensos relatos es, sobre todo, su increíble lenguaje. El modo en que están escritos supera lo atractivo de la anécdota. O en otras palabras: las anécdotas se vuelven interesantes porque están bien escritas. Es eso, tan simple y, a la vez, tan difícil de lograr, lo que hace que este libro sea memorable: su poderosa narrativa, sus descripciones, la recreación de un mundo que, sin duda, la joven periodista no vivió, pero que tiene la fuerza de crear con su manejo de la prosa y la elección oportuna del material. Qué fuerza. A veces una sola imagen, poderosa, nos hace vivir el dramatismo de un hecho concreto de la vida carcelaria. La sexualidad, por ejemplo. Lejos de sus parejas, en EE.UU., los presos deben arreglárselas como pueden, y uno de los conocidos recursos es el de tener sexo entre hombres. En el relato de Javier Marulanda se cuenta que muchos de los presos, al tener una relación sexual con otro varón pegaban con cinta adhesiva, en la espalda del parejo, la foto de una mujer o, supongo, de sus esposas o novias. Esta sola imagen muestra el dramatismo y la crueldad de esos efímeros alivios.

Uno de los sentimientos más difíciles de transmitir por escrito es el del miedo. En el libro, este se hace más intenso en la medida en que los presos nunca saben cuál va a ser su destino final. Al llegar a EE.UU. los trasladan de una cárcel a otra. Y así, las descripciones de las llegadas a los nuevos centros penitenciarios, el terror de estar solos y encerrados en cubículos con la gente más peligrosa, producen un verdadero vértigo en la lectura. Es casi imposible no estar todo el tiempo imaginando que es uno quien llega, quien ve esos seres de ojos drogados y fuertes músculos, sabiendo que tendrá que vivir con ellos durante años. Y algo aún peor: la descripción del lento, lentísimo paso del tiempo cuando no se tiene nada qué hacer, una crueldad intensificada por el hecho de que en esas cárceles no hay relojes ni calendarios, tal vez para acentuar el hecho de que, además de convictos, es una humanidad castigada y a la que se le debe infligir un sufrimiento cotidiano. Por eso dormir es robarle tiempo a la cárcel.

Pero también, como no podía ser menos, son historias de amistad, de compañerismo en las peores condiciones, donde el apoyo y la solidaridad pueden ser la diferencia entre la vida y la muerte. Y aunque no sea su tema central, las descripciones que hace de las cárceles colombianas, de los pabellones de los Extraditables en La Picota, están entre lo mejor que he leído al respecto. Un gran libro y una gran autora que entra por la puerta grande al mundo del periodismo narrativo.

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