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Biblioteca 2018

Ahora que el año termina, he pensado dedicar unas palabras a ese lugar sagrado y silencioso de la lectura que es la biblioteca.

18 de diciembre de 2018 Por: Santiago Gamboa

Ahora que el año termina, he pensado dedicar unas palabras a ese lugar sagrado y silencioso de la lectura que es la biblioteca. De un lado por las bibliotecas públicas, el espacio urbano más importante para cualquiera que, como yo, ha vivido la vida entre letras y párrafos. Pero sobre todo porque hay dos tipos de lectores: los que nacieron con biblioteca y los que no. Los que debieron hacerla desde cero.

Yo tuve suerte. En mi casa materna ya había unos cinco mil libros cuando nací, pues mis padres, profesores universitarios e intelectuales, eran grandes lectores. Uno de los que más me atraía, desde niño, era un grueso volumen de tapas duras con una cubierta en la que podían verse unas montañas nevadas y, en lo alto, una construcción con un torreón de piedra. Y en letras amarillas, el título: La montaña mágica, Thomas Mann. Editorial Diana, México. Traducción de Mario Verdaguer. 7ª Edición, enero de 1964.

Antes de saber leer miraba ese libro con gran intriga y pasaba las hojas en busca de algo, ¿qué es lo que había ahí dentro? Años después leí esa edición, que aún conservo, y a pesar de haberla intentado leer en otras más modernas, esa quedó para siempre como mi Montaña mágica.

Para el segundo tipo de lector, el que nació en una casa huérfana de libros, la biblioteca pública es algo de vida o muerte. Ahí, en esos anaqueles, está todo lo que faltó en su infancia: la posibilidad de multiplicar su propia vida, eso que, en el fondo, es cada nuevo libro leído: una nueva memoria, una vida secreta que incorporamos a la nuestra. Es la literatura que vivimos al leer y que nos vive, o que vive a través nuestro y se abre paso a lo largo del tiempo, echando raíces en nuestra memoria y saltando de un lector a otro.

El lector huérfano busca un padre, claro. Sufre el complejo de Telémaco, pero su biblioteca comienza con él y se ramifica. No recuerdo quién dijo que las raíces de los lectores no se hunden en el suelo sino que trepan por las paredes, usando tablas horizontales. Toda biblioteca es una planta que invade los muros de una casa y expresa una cierta nostalgia vegetal. Leer es irse por las ramas de ese enorme arbusto, donde cada tallo se transforma en otros.

La mía ocupa dos grandes habitaciones y progresa por los corredores. ¿Qué fue lo más memorable que traje este año a esos anaqueles de cedro? En cuanto a viejas ediciones, recordaré el 2018 por haber encontrado algo que buscaba hace más de una década, y es la edición de El cuarteto de Alejandría publicada por Edhasa, en tapa dura, a partir de julio de 1977. Con una particularidad, y es que los cuatro volúmenes venían en una caja color marrón, que tuve y perdí. Porque nada falta más en una biblioteca que ese libro que, por algún motivo, desapareció y recordamos.

Yo al menos los recuerdo y echo de menos. Como esa edición, también en Edhasa, de Viaje al fin de la noche, de Céline, que perdí hacia 1990 y que recuerdo con frecuencia a pesar de tener otras ediciones y de haberlo leído en francés. Porque una biblioteca no se forma sólo de los libros que tenemos, sino de los que tuvimos y perdimos y, en el caso de los escritores, de todos aquellos que aún no hemos siquiera iniciado, pero cuya temperatura ya se puede percibir en algún invisible anaquel donde espera y reposa lo no escrito, y que en el fondo es el más grande de toda la biblioteca.