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Arde Europa

Vuelvo a Europa, concretamente a Italia, y encuentro las mismas cosas de antes. Las calles y antiguas vías repletas de transeúntes apurados, nerviosos. La crisis sigue ahí.

6 de junio de 2017 Por: Santiago Gamboa

Vuelvo a Europa, concretamente a Italia, y encuentro las mismas cosas de antes. Las calles y antiguas vías repletas de transeúntes apurados, nerviosos. La crisis sigue ahí. Y en las esquinas, vendiendo cosas en el suelo, esos otros habitantes que se han vuelto parte de las ciudades italianas: los inmigrantes africanos; algunos son de piel negra, otros de un color cobre oscuro. Maghrebíes, subsaharianos, centroafricanos. De ellos se habla sólo cuando sus balsas se hunden y mueren, pero siguen llegando cada noche, al amparo de la noche. Son verdaderos héroes. Recuerdo las escenas desgarradoras en las ciudades hispano africanas de Ceuta y Melilla, donde está la primera frontera europea de África. Para ellos es la entrada al paraíso, a ese mundo opulento que han visto por la televisión, donde todo el mundo parece rico, bien alimentado y culto.

Pero la historia de estos inmigrantes no termina ahí, al cruzar el mar y las alambradas. Después de mil sacrificios, llegan a la ciudad soñada, el objeto de su mayor anhelo, y es ahí cuando les sobreviene el segundo golpe, pues muy rápido se dan cuenta de que ellos, en esas urbes presuntuosas, son seres invisibles, igual que el viento o las hojas que el viento empuja en los atardeceres helados, deambulando por calles espejeantes que no los reflejan; y se dan cuenta de que la distancia entre sus míseras humanidades y la vida que los rodea es enorme, tan lejana como lo era desde Dakkar, Lagos o Kinshasa. Entonces empieza esa vida fantasmal de suburbios fríos en los que siempre está lloviendo, y empieza la lucha por la supervivencia en un medio hostil, lejos de sus afectos, de sus costumbres, de los olores y sabores de su vida pasada.

La mayoría de esos inmigrantes son personas buenas que hacen o han hecho lo que haría cualquier hombre de bien, que es irse a buscar una vida mejor para sí y para los suyos en donde las condiciones son mejores. Son los hijos del siglo. Los armenios huyeron del genocidio turco y se instalaron en tierras más amables. Lo mismo hicieron centenares de miles de rusos en los tiempos de la revolución. Luego los judíos emigraron de Europa para proteger sus vidas y miles de italianos salieron hacia Estados Unidos huyendo de la pobreza. Emigraron españoles de la Guerra Civil y la posterior represión franquista. Luego las dictaduras latinoamericanas y las revoluciones y guerras de Asia y más tarde de África. Millones de personas yendo de aquí para allá, miles y miles de familias hacinadas en cubiertas de barcos transatlánticos, abrazando maletas y bolsos, hijos recién nacidos y soñando con una vida mejor.

La historia de la inmigración es la historia del Siglo XX y sus miserias, y estos jóvenes que hoy, en Roma y otras ciudades, sobreviven de la venta clandestina, son los descendientes expósitos de esa larga pesadilla. También son el reflejo de lo que ocurre en el mundo: de un lado pocos países ricos y del otro un tropel de naciones desposeídas. Lo que vemos de país a país, o de continente a continente, podemos verlo en pequeño de barrio a barrio, de suburbio a suburbio. El Norte y el Sur del mundo representados en los distritos de una ciudad cosmopolita y apátrida como Roma. ¿Y cuál es la solución a todo esto? Yo no lo sé, claro, pero algo intuyo: solidaridad, relaciones económicas más justas, tolerancia y comprensión ante los dramas ajenos.

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