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Alegría

En medio del oleaje de la vida y los recuerdos aparece algo que Vilas llama “el ángel de la melancolía”. Se le presentó por primera vez a los 18 años, una noche. Un temor agudo, intenso, devorador.

14 de enero de 2020 Por: Santiago Gamboa

Tras la intensa lectura de Ordesa, la anterior novela de Manuel Vilas, por nada del mundo quería perderme su nuevo libro, Alegría, que en el año 2019 fue finalista del Premio Planeta, una edición que sorprendió al mundo editorial y casi diría que lo sacudió, pues le fue otorgado a dos autores bastante importantes del Grupo Editorial Random House, la competencia. Como si de una sola tacada el Real Madrid le quitara al Barcelona a Messi y a Suárez, si se me permite el símil futbolístico.
El ganador del premio (con la exageración de 600 mil euros de bolsa) fue Javier Cercas por una novela llamada Terra Alta (que, por cierto, presentaré en el Hay Festival de Cartagena) y el finalista (con 150 mil, más terrenal pero igualmente alto) fue Vilas con Alegría.

En este nuevo libro, el tema vuelve a ser su propia vida, la de sus padres e hijos, la relación con su esposa, la poeta y novelista Ana Merino (que acaba de ganar el Premio Nadal por su novela El mapa de los afectos), el recuerdo de la infancia y su amor intenso y permanente por esos padres que ya no están pero que constantemente vuelven a él a través de situaciones o lugares, y que le hacen comprender a Vilas que el mundo, si uno lo mira con atención y afecto, está lleno de alegría, porque es un bosque de símbolos que nos devuelve a lo que más amamos, a la infancia feliz y a la protección de los padres.

Pero en medio del oleaje de la vida y los recuerdos aparece algo que Vilas llama “el ángel de la melancolía”. Se le presentó por primera vez a los 18 años, una noche. Un temor agudo, intenso, devorador. ¿A qué? Ah, qué pregunta. Si fuera tan fácil saber qué cosas producen ese miedo gélido y atroz, podría enfrentarlo a solas.

“Alguien te muerde en el centro del alma”, dice Vilas. El mordisco esencial fue tomando forma hasta convertirse en una expresión mezquina, “trastorno depresivo”, que para él fue más bien un “exceso de conciencia”. Ya lo dijo Ciorán, el gran pesimista rumano: toda clarividencia es por fuerza maligna. Mirar el horizonte o interrogar el porvenir contaminan la vida, claro.

¿Cómo puede ser de otro modo? Hay una cierta felicidad en no saber, especie de alegría infantil en la que la vida es eterna y los males jamás nos alcanzan. Vilas evoca ese ámbito de protección e incluso de sumisión como forma para acceder a la alegría, siendo la vida lo que es. Hemos perdido mucho, pero podemos recuperar a través de la memoria de lo ya vivido, de la perfecta evocación y tal vez de la poesía, sin duda del lenguaje.

Y algo nuevo, el amor más puro y limpio: el que se da a los hijos sin esperar que sea retribuido. El amor sin retorno, cuyo placer máximo es sentirlo y ofrecerlo a cambio de nada. Los hijos del protagonista le permiten revivir la secuencia de amor y vida que él creyó interrumpida con la muerte de sus padres, pero que ahora, a través de sus hijos, se pone de nuevo en marcha. Son ellos quienes pueden mantener a raya al maligno Arnold, nombre que le da a su depresión y que, para mantenerla a raya, debe tomar ansiolíticos y tranquilizantes.

Un combate desigual pero posible, necesario. Una vida escrita desde los calabozos o las celdas más profundas del alma del propio Vilas, y que va teniendo como escenario España y los Estados Unidos, más los viajes que el éxito de su anterior libro, Ordesa, le permitieron hacer por el mundo.

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