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1922

Joyce llevó al extremo ese paradigma según el cual el escritor debía ser un cerebro hiperculto

26 de enero de 2022 Por: Santiago Gamboa

Hace 100 años, en el mes de febrero, se publicó en París nada menos que Ulises, de James Joyce, en la imprenta de Sylvia Beach, dueña de la librería Shakespeare and Company, justo frente a la catedral de Notre Dame. La publicación de ese libro fue una bomba y Ulises sigue siendo uno de los grandes mitos literarios del Siglo XX. Una leyenda que incluye aquel sub mito recurrente de que a la novela hay que destruirla y volverla a crear cada tanto.

Joyce es algo así como el padre celestial y gurú de ese tipo de escritores: los que se voltean contra la tradición y la atacan, torpedeando ese formato de novela clásica que incluye argumento, personajes, una trama que genera curiosidad, una ubicación temporal realista y un sistema de coordenadas reconocible por cualquier lector. Esa novela tradicional o ‘decimonónica’ ha sido desmontada una y otra vez y Joyce fue uno de sus más activos cañoneros.

¿Qué propuso Joyce a cambio? La respuesta está en Ulises, novela desestructurada por excelencia en la que la trama, lo que cohesiona el libro, es un juego intelectual hecho de referencias filológicas de lenguas latinas, tradiciones celtas, referencias al cristianismo y a la historia de Irlanda, a Shakespeare y por supuesto a la épica griega (Joyce recomendaba leer bien a Homero antes de ir a su Ulises), a un sin fin de mitos y leyendas entremezcladas con ideas filosóficas, misticismo, literatura.

Joyce llevó al extremo ese paradigma según el cual el escritor debía ser un cerebro hiperculto, hablar y escribir a la perfección una docena de idiomas, incluyendo el latín y el griego, por supuesto, capaz de recordar y procesar toda la filosofía, toda la poesía, toda la novela y la épica, y además tener ideas propias sobre el devenir de la Historia, con mayúscula. Yo lo leí en la universidad, en los años 80, en un seminario que se llamaba justamente así, James Joyce, en el que el profesor y poeta Manuel Hernández nos desvelaba las claves de ese libro monumental y que los alumnos leíamos devotamente sin hacernos nunca la pregunta hereje: “¿Qué diablos es esto?”.

Virginia Woolf, que fue su contemporánea, leyó Ulises en agosto de 1922, apenas seis meses después de publicado, mientras escribía La señora Dalloway. Lo comentó en su diario el 16 de agosto de ese año: “Por el momento he leído 200 páginas (…) Los dos primeros capítulos me han divertido, me han estimulado. Luego he quedado desconcertada, aburrida y desilusionada por el espectáculo de un asqueroso estudiantillo rascándose el acné. (…) Me parece el libro propio de un analfabeto, un libro carente de desarrollo; la obra de un obrero autodidacta, y todos sabemos cuán lamentables son esas obras, cuan egotistas, cuan insistentes, cuan primarias, crudas y, en última instancia, nauseabundas”. Para ella, Joyce es muy inferior a Tolstoi, quien sí ofrece en sus obras una nueva versión de la naturaleza humana.

Es curioso ese año, 1922. Además del Ulises en inglés, también se publicó en París Sodoma y Gomorra, el cuarto tomo de En busca del tiempo perdido, de Proust, que habría de morir en noviembre de ese mismo año. Proust, que está al extremo opuesto de Joyce. Si Joyce nos dijo que el escritor debía escribir sobre lo que sabe, Proust nos dice que escribamos sobre lo que hemos vivido. Y ahí está la literatura del Siglo XX (y aún del XXI) intentando darle la razón a uno u a otro.

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