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Los tangos de don Gabriel

Era una mañana fría. Gabriel Ochoa Uribe se veía sonriente. Acababa de trotar los seis kilómetros que acostumbraba hacer en los senderos peatonales de su casa campestre.

23 de agosto de 2020 Por: Santiago Cruz Hoyos

Era una mañana fría. Gabriel Ochoa Uribe se veía sonriente. Acababa de trotar los seis kilómetros que acostumbraba hacer en los senderos peatonales de su casa campestre. Ese día me invitó para hablar de tangos.

A lo mejor aceptó la entrevista porque la idea inicial era charlar de música y no de fútbol. Yo trabajaba en la revista Gustos & Pasiones, de El País, que se dedicaba a contar historias sobre esas pequeñas pasiones que todos tenemos y que nos hacen tan felices. Recuerdo haber entrevistado a amantes de los acuarios, a coleccionistas de trenes, a buscadores de máscaras, a aficionados a la ópera y a los gallos, a un señor que construyó en el garaje de su casa un barco para darle la vuelta al mundo y a uno que hacía botes de juguete. También apasionados por los bonsáis, por los aviones, por el billar, por los asados y las bicicletas antiguas. Pero ninguno tan gomoso como don Gabriel Ochoa por los tangos.

Lo extraño es que la revista en la que se publicó la entrevista pareciera haberse esfumado. No está en mis archivos personales, ni en los del periódico, donde he estado buscando desde que don Gabriel murió el pasado 8 de agosto de 2020. Lo único que encontré fueron algunos apuntes de esa mañana que tuve el cuidado de transcribir. El archivo apareció en una memoria roja, como el América.

Allí leo que don Gabriel me dijo que su cantante preferido era Gardel, cómo no, y que su colección sumaba unos 200 LPS. “No tengo Cd’s”. También me contó que uno de los tangos que más le gustaban se llamaba ‘Tarde gris’.

El resto de los apuntes son en cambio sobre fútbol. Una vez hicimos la entrevista para la revista, don Gabriel aceptó charlar sobre esa curiosidad mía por su pasado con la pelota, aunque con una advertencia: su pasión por el fútbol, dijo, había muerto hacía 18 años, en 1991, durante un partido entre América y Nacional en el estadio Atanasio Girardot de Medellín.

“Perdimos injustamente. Hubo una jugada en el área donde Pipa (Anthony de Ávila) envía al tiro de esquina un balón con el pecho. El árbitro pitó mano y penal. Más adelante dejaron de sancionar un claro penal contra Polilla (Jorge Da Silva), a favor nuestro. Ahí perdimos el título y me di cuenta de que yo estaba luchando contra todo mundo. Ese día dejé el fútbol”.

Yo sin embargo escribí en los apuntes que para un hombre que le dedicaba 20 de las 24 horas del día al fútbol, dejar de vibrar con ese deporte era imposible. Un rato después lo comprobaría. Don Gabriel me contó que 4 años atrás estuvo a punto de dirigir al Deportivo Cali, sin cobrar un solo peso.

“Gracias a Dios Humberto Arias, presidente del equipo, no alcanzó a llegar a la cita que habíamos pactado, porque yo iba a aceptar. Y era un error, porque estar en el rival del América era para problemas. Como en el 66. Después de dirigir a Millonarios me fui para Santa Fe y salí campeón. Pero tuve problemas con las dos hinchadas. Es que a los hinchas hay que respetarlos”.

Supuse que en algún rincón de su casa habría una especie de museo con los títulos que levantó, con las camisetas que vistió. Me dijo que no.
Regaló las camisetas, los cuadros, los trofeos. Incluso los 350 videos que grabó de los partidos del América mientras estuvo como técnico. Apenas conservaba un gato rojo de porcelana con el escudo del equipo.

Lo tomó entre sus manos y contó las estrellas de entonces: “Siete son mías, tres de De la Pava, una de ‘Chiqui’ García y una de Maturana. Claro que la de Maturana en parte es mía. La ganó en el 92 y yo dejé ese equipo armado en el 91”.

Desde entonces no iba al estadio. La última vez fue en la Copa América de 2001, para ver a Brasil. La explicación que me dio tenía sentido. “¿A qué voy? Ya no hay virtuosos con la pelota, fútbol ofensivo, jugadores comprometidos con el espectáculo”.

Yo me despedí sin decirle lo que pensé confesarle. A lo mejor fue por pudor. Cuando era niño, y me llevaban al estadio, me vestía con el uniforme del América completo: camiseta, pantaloneta, medias y guayos. Me ubicaba cerca del banco del equipo, en occidental. En mi inocencia, estaba convencido de que si Ochoa me requería, yo podría saltar de la tribuna a la cancha y solucionar el partido. Todavía no era consciente de mi incapacidad para jugar como se debe al fútbol. Pero nada de eso lo dije. A veces ante los héroes de la infancia las palabras no salen.

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