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El poder de la maquinaria

Con la preocupación de que el país no puede progresar mientras subsista...

21 de marzo de 2011 Por: Rudolf Hommes

Con la preocupación de que el país no puede progresar mientras subsista el sistema político clientelista de “la corrupción y la politiquería”, le pregunté a un historiador amigo que reside en Boston qué fue lo que finalmente minó el poder de la maquinaria política que dominó durante casi un siglo a la ciudad de Nueva York y que se conoce como el Tammany Hall. Él respondió que Franklin Delano Roosevelt puso en marcha programas a escala nacional que debilitaron a los caciques urbanos. A partir de 1934 se empezó a marchitar el poder político del Tammany Hall. Se sustituyó a los caciques clientelistas urbanos (city bosses) y se fortalecieron otros canales para llevar los servicios a los votantes más pobres sin intervención de estos políticos. Quizás Juan Manuel Santos se anime, ya que aspira a ser un ‘pequeño’ Roosevelt, y reforme el sistema político para fortalecer al Estado como proveedor de bienestar y marchite el poder de las maquinarias políticas corruptas. Este poder es enorme y emana principalmente de la existencia de grandes masas de votantes con necesidades básicas insatisfechas y el control de los recursos financieros con los que se pueden atender esas necesidades. El clientelismo se alimenta de la miseria y de la inoperancia del Estado, que lo hace incapaz de aliviarla efectivamente, pero que también lo obliga a invertir sumas gigantescas, vía politiquería y corrupción, para mantener el favor de los necesitados con las falsas promesas de los clientelistas. Ésta es una forma muy ineficiente y perversa de llegarles a los pobres, a los que mantienen en esa condición prácticamente de rehenes de los caciques políticos, “el mercadito, las tejitas o el puestico”. La perversidad del sistema reside en que a los políticos les ofrece la oportunidad de quedarse con los recursos que intermedian -enriqueciéndose aceleradamente en muchos casos-, de hacerles favores a los empresarios locales, mediante contratos, licencias y otros privilegios, y mantener a la gente en la miseria para seguir operando. En términos económicos, este sistema adolece de que los que lo operan no tienen alineados sus intereses con los de la clientela, sino todo lo contrario. A los políticos lo que les interesa es que los pobres no salgan de pobres. Y entre más discursos sociales pronuncien, mayor ese interés. Si en lugar de esa costosa intermediación, el Estado fuera el proveedor directo de los servicios, a través de una burocracia incorrupta y bien remunerada, con espíritu de cuerpo y de servicio, se atenderían las necesidades de la gente con mayor cobertura, mejor calidad y menos corrupción. Si los buenos sistemas reemplazan a los malos a la postre, ¿por qué no se vislumbra siquiera interés entre los electores, excepto los más educados o los más conscientes, para derrocar al clientelismo e implantar un Estado social de derecho, que no dependa de la sinvergüencería?Quizás sirva para entender el arraigo popular de los jefes clientelistas lo que escribió un periódico (Nation) en referencia a la asistencia de cientos de votantes al funeral del Boss Tweed, jefe de Tammany Hall, en Nueva York en 1878, que fue condenado por quedarse con recursos del presupuesto de la ciudad y murió en la cárcel: “No olvidemos que él cayó sin pérdida de reputación entre sus seguidores. El grueso de los votantes pobres de esta ciudad veneran hoy su memoria y lo ven como víctima… de los ricos y… un amigo de los necesitados...”. Pocos de los clientelistas colombianos que están en la cárcel o van para allá merecerían un comentario de prensa similar.