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Un colombiano anónimo (y un héroe)

Ricardo Ramírez, era su nombre. Hubiera podido ser José Pérez o Juan...

20 de mayo de 2012 Por: Rafael Nieto Loaiza

Ricardo Ramírez, era su nombre. Hubiera podido ser José Pérez o Juan Restrepo, como tantos miles. Un nombre común y corriente, un colombiano típico. Algo menos de 40 años, mujer y dos hijos, conductor de oficio. Jugaba bien al fútbol y tenía un equipo. Se quejaba de que no tener tiempo para ejercitarse lo había engordado. La verdad es que era una muela brava y devoraba cada comida como si fuera la última. Con todo, montaba en bicicleta cuando podía y aprovechaba que vivía en San Isidro, en la vía a la Calera, para perder algunas libras en el sube y baja de tal cuesta. Pero se estaba engordando y se le notaba. Era fuerte y, más joven, dice, rápido. Quizás hubiese sido jugador de mejores ligas si no hubiera trabajado desde muy joven para ayudar a sus padres. A Stella, que vende flores en el parque del Virrey, y Octavio, que las despacha, los ingresos apenas les alcanzan para vivir, pero nunca para pagar un buen colegio a sus hijos. La universidad nunca estuvo en sus sueños. La ausencia de estudios nunca lo detuvo. Heredó de sus padres la disciplina del trabajo y una tenacidad de hierro. Honesto como la inmensa mayoría de colombianos y leal como muy pocos, le fue fácil no solo ganarse el respeto de sus jefes, sino su confianza. La sonrisa le surgía espontánea, natural, sin rastro alguno de falsedad. Nunca lo vi de mal genio. A Richie era fácil quererlo.Hincha furibundo de Millonarios, no perdía partido si no tenía que trabajar. Iba a la tribuna sur del Campín, la popular, porque era la que podía pagar y porque disfrutaba el calor de la hinchada, los saltos y los cánticos de combate. Era fanático como pocos, pero detestaba la violencia y nunca agredió a un contrario ni permitía que alguien lo hiciera. Recursivo e ingenioso, nunca se varó. Quería para sus hijos el futuro que no tuvo y soñaba con verlos profesionales. Cuando pudo tuvo dos empleos. Hacía turnos de 24 horas, pero cuando tenía descanso iba a su otro trabajo. Con esa plaa adicional sacó a su hijo del colegio público y lo metió al mejor privado que pudo pagar. Perdió en DMG siete millones, los ahorros suyos y de Adriana de toda la vida y lo que había pedido prestado. Desconsolado, sólo se atrevió a contarme cuando el agiotista lo ahorcó. Se ganaría un regaño cariñoso porque había roto su propio regla: sólo el trabajo honrado garantiza un mejor futuro. Trajo bluyines de Medellín y ropita de Panamá. Abrió una tienda en el Siete de Agosto a la que Adriana le puso el mejor empeño. Quebró. Soñaba con llevar a su hija Giulana a Disney, cuando cumpliera 15 años. Sabía que corría un riesgo enorme, porque manejaba el carro de uno de los hombres más amenazados del país. Pero era valiente y leal como ninguno. Sentía que era su deber protegerlo, aún con su vida. Lo enterramos el viernes, en un ataúd con el escudo de su Millos y el llanto de decenas de amigos. Se fue como un héroe, como son héroes miles de colombianos anónimos, trabajadores, humildes, rebuscadores, honestos, alegres. Lo mataron los cobardes que atentaron contra Fernando Londoño. Puede estar tranquilo, Richie: Brayan, que tanto lo preocupó en su adolescencia, en su sepelio dijo unas palabras que lo llenarían de orgullo y arrancaron llanto al más estoico. Trabajo conmigo muchos años. Aún ahora era mi compañero y el de mi señora y mis hijos. Ni su familia quedará desprotegida ni los asesinos lograron su objetivo. Londoño seguirá opinando. Nosotros también.

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