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¿Nos quieren condenar a pobres?

Aunque en términos comparados, Colombia ya no es un país pobre sino uno de ingresos medianos, aun hay un número enorme de personas que viven bajo la línea de pobreza.

16 de abril de 2017 Por: Rafael Nieto Loaiza

Aunque en términos comparados, Colombia ya no es un país pobre sino uno de ingresos medianos, aun hay un número enorme de personas que viven bajo la línea de pobreza. La pobreza empezó a disminuir desde hace quince años, cuando se empezaron a recoger los frutos de las políticas de seguridad, inversión y política social de la administración Uribe. Pero en febrero de este año las cifras muestran que no sólo se frenó la disminución de la pobreza sino que por primera vez en tres lustros, hubo un aumento de dos décimas, del 27,8 al 28%, y de seis en indigencia, del 7,9 al 8,5%. Es decir, mal contados casi tres de cada diez colombianos es pobre y uno más es indigente.

Para disminuir la pobreza se requieren muchas acciones combinadas. Foco y eficacia en el gasto social, transparencia, sostenibilidad económica y medio ambiental, entre otras. Pero antes, y como condición indispensable, se requieren ingresos, se necesita generar riqueza, para poder después hacer el gasto social focalizado.
Así las cosas, son inexplicables tanto las decisiones en materia de minería y petróleo de la Corte Constitucional como la indiferencia y la parálisis del Gobierno. La Corte ha decidido, una vez más, cambiar su jurisprudencia y emitir sentencias irresponsables, que no sólo no prevén su impacto económico sino que además son ignorantes y van en contra del bien común.

En efecto, so pretexto de amparar los derechos de las comunidades, la Corte ha extendido sin límite los mecanismos de participación popular de las comunidades, incluso en casos como el de Marmato, para impedir el desalojo de mineros ilegales ordenado por otros tribunales. O el de Puerto Bolívar, donde ordena la revisión de la licencia ya concedida de ampliación del puerto del Cerrejón.

Las decisiones de la Corte han convertido la consulta con las “comunidades”, incluso en donde el Ministerio del Interior ha certificado la inexistencia de poblaciones indígenas y afro, en el obstáculo más difícil para el desarrollo. Para rematar, la Corte se niega a definir de una vez y para siempre los términos exactos en que se deben realizar tales consultas y los efectos de las mismas.

Hace apenas unos días, por ejemplo, en la Colosa se realizó una consulta popular en que se votó, con amplísima mayoría, contra el desarrollo del proyecto aurífero en esa región. A hoy nadie está muy seguro sobre cuáles son las consecuencias de esa votación.

Pero las preguntas están ahí: ¿puede un país como el nuestro renunciar a las 30 millones de onzas de oro que hay enterradas? ¿O al carbón o al petróleo o el gas? ¿Puede la voluntad de unos cuantos miles estar por encima de la de millones? ¿Qué debe primar: el interés de unos o el bien común? Yo no tengo dudas: Colombia no puede darse el lujo de dejar bajo tierra miles y miles de millones de dólares, indispensables para sacar de la pobreza a quince millones de personas.

Y sí, por supuesto, debe protegerse el medio ambiente, cuidarse el agua y buscar soluciones alternativas para aquellos que puedan verse afectados. Está probado alrededor del mundo que es posible hacer minería, extracción de petróleo y gas con responsabilidad y sostenibilidad medio ambiental. Colombia no sólo tiene el derecho de hacerlo, sino el deber. Dejar enterradas la soluciones para sacar de la pobreza a millones no es sólo un pecado sino un acto miserable.

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