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La magia del fútbol

Quizá en eso radique la magia del fútbol: en hacerle saber a los pueblos que existen más allá de una bandera, un himno o una selección.

1 de julio de 2018 Por: Pedro Medellín

No hay duda. El Mundial de fútbol es “el mayor espectáculo de magia del planeta”. Esa frase de Guardiola en el comercial de DirecTv, es la que mejor sintetiza lo que significa un evento de esta naturaleza…, “desaparecen ciudades enteras”… “al mismo tiempo se hipnotiza a millones”… “[futbolistas] expertos en el arte de ilusionar”… “ [con] trucos tan asombrosos, que vas a querer que te los expliquen, que te los muestren, una y otra vez”… “magia y más magia”… “algunos hasta vuelan”… No hay una mejor fotografía de lo que es un Mundial, que la lograda en esta publicidad.

Ver a los mexicanos, desesperanzados ante una clase política que ha dejado caer al país en las garras de la corrupción y el narcotráfico, que se unen aferrados a la esperanza de que su selección supere los octavos de final frente a Brasil; a los argentinos hundidos por una lucha política interior que está destrozando al país, pero que se reencuentran convencidos de que hay que aprovechar la segunda oportunidad que les dio la clasificación; a los peruanos que ven cómo su Presidente tiene que abandonar su cargo, cercado por la corrupción, ilusionados por haber vuelto a un Mundial; o a los colombianos que hacen a un lado la polarización y las diferencias para abrazarse felices por la victoria de su Selección. No hay duda, el fútbol une lo que la política o la economía separan. Une los tejidos sociales que la violencia rasga.

Hay quienes cuestionan ese espectáculo por considerarlo solo como una función que no es más que un gran adormecedor que inmoviliza los pueblos. Los somete. Los aplasta. Puede que sea cierto. Pero ese es solo un lado de la medalla.

Si se observa el otro lado de la medalla, si tratamos de entender lo que hace que la gente se mueva con tanta pasión, podemos encontrar que, más que una función o un acto teatral, el deporte no hace otra cosa que desatar esa fuerza extraña que, por un momento, hace que las personas no sólo vuelvan sus ojos a lo que es suyo; a lo que les es propio; a sus raíces, sino que también se reconozcan como pueblos capaces de superar las adversidades, por difíciles y complejas que sean. Que se reencuentren sin diferencias. Que se abracen sintiendo que son la misma familia y que no hay discrepancias que valgan o justifiquen las guerras.

Baste con recordar cómo un 24 de junio de 1995 los medios internacionales reportaban el milagro ocurrido en un campo de Rugby en Johannesburgo: en los 80 minutos que duró la final del campeonato mundial entre Sudáfrica y Nueva Zelanda, la victoria por 15 a 12 llevó a que 39 millones de sudafricanos se unieran en torno a un gran abrazo, sin importar si eran negros, blancos, mestizos o indios. Fue la primera vez, después de un vergonzoso ‘apartheid’, que todos se encontraron entendiendo que no había diferencias, o si las había, se podría superarlas.

Podrán calificar al fútbol como el opio del pueblo. O incluso, invocando a Borges, podrán cuestionar su falta de estética, o citando a Savater recordarán su carácter grotesco y plebeyo. Pero en realidad no es otra cosa que un deporte, quizá el que más, que es capaz de desatar esa fuerza extraña que hace saber que los pueblos son más grandes que sus dirigentes y que siempre serán más que sus dificultades. Que por grandes que sean las diferencias, hay algo más allá en el alma de todos que los hará reencontrarse en torno a un grupo de 11 compatriotas en busca de la victoria. Quizá en eso radique la magia: en hacerle saber a los pueblos que existen más allá de una bandera, un himno o una selección.