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En estado de zozobra

Estamos viviendo a un ritmo tan intenso que no sabemos a dónde vamos a parar. Cada hecho que sucede, cada dato que se produce, cada noticia que se difunde, es peor que la anterior.

25 de noviembre de 2018 Por: Pedro Medellín

Estamos viviendo a un ritmo tan intenso que no sabemos a dónde vamos a parar. Cada hecho que sucede, cada dato que se produce, cada noticia que se difunde, es peor que la anterior. Como si los casos de corrupción no fueran suficientemente graves, detrás de ellos vamos descubriendo aspectos que nos desbordan. Las redes criminales que son capaces de apropiarse de los dineros que están destinados para construir obras para los más pobres, son sobrepasados por aquellos capaces de convertir la atención a los enfermos en fuente de enriquecimiento, y éstos por aquellos que no ven problema en servir alimentos descompuestos a los niños, con tal de ganarse unos pesos.

Y en estas cadenas de degradación vemos a los medios de comunicación erigidos en jueces que señalan y condenan sin importar que haya un debido proceso. Y, lo peor, también encontramos cada vez más jueces involucrados en conductas corruptas. Magistrados que no ven problema en involucrarse en negocios oscuros o de armar entramados que les permitan sacar provecho económico de sus decisiones judiciales; altas Cortes que, como la Corte Suprema o la JEP, un día deciden que el destino de un condenado por un delito de lesa humanidad es concederle los beneficios de unos acuerdos políticos o se le pueden aprobar unos días de vacaciones para que vaya a las playas; sentencias judiciales que están impregnadas de intereses particulares o de razones al servicio de un gobierno que las usa para sus fines y paga como favores.

En estas condiciones, ya nadie puede lanzar siquiera un llamado al orden porque, en esta intensidad, los hechos de alguna manera lo han tocado, afectando su independencia o poniendo en cuestión su probidad. Todos, magistrados, jueces y fiscales parecen absorbidos por un hueco negro que se está tragando todo. Y mientras, los empresarios analizan la conveniencia de sacar su capital hacia otro país o busca los medios para protegerse, el gobierno se deja percibir como un espectador inmóvil y sorprendido por lo que está ocurriendo.

La fuerza de los acontecimientos está arrasando con todo. Los que debíamos estar aportando soluciones, abrumados por el último acontecimiento (la muerte todavía no bien explicada de un padre y su hijo mejor) nos hemos dejado llevar al debate absurdo sobre la conveniencia o no de tener un fiscal ad hoc, para que resuelva algo que ya había sido acordado en la Ley. Estamos perdiendo de vista lo que es sustantivo y dejando que todo se derrumbe en nuestras manos.

Mientras todo esto sucede, afuera, en las calles, no sólo la indignación crece: 348 protestas en los primeros cien días de gobierno. Allí todo se suma: las marchas por la ausencia del Estado, las movilizaciones denunciando las agresiones a líderes sociales y comunidades, los problemas de financiación de las universidades públicas y (lo peor) los intereses de aquellos que se quieren aprovechar de esa ausencia y esos problemas para sacar beneficio electoral o económico de las desesperanzas de los demás.

También afuera, en las zonas rurales, la guerra se recrudece. En estos 100 días se han registrado 7126 nuevas víctimas de desplazamiento y confinamiento, causados por la guerra entre grupos armados ilegales que se disputan el control de territorios claves para el éxito del tráfico de narcóticos o la minería ilegal.

Estamos entrando en una especie de estado de zozobra que, fiel a la definición de la Real Academia, nos pone ante una situación en la que rigen la inquietud, la aflicción y la congoja del ánimo que no nos permiten tener la serenidad necesaria para apreciar el problema que vivimos, plantear una solución y actuar en consecuencia. Es un problema de todos.