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Desmontar el régimen

El problema ha llegado a tales proporciones, que los ciudadanos cuando no son atropellados por los delincuentes, son objeto de todo tipo de abusos del sistema judicial.

23 de septiembre de 2018 Por: Pedro Medellín

La crisis de la Justicia ha llegado a niveles insospechados. La recurrencia de los escándalos de corrupción en que se ven envueltos magistrados, jueces y fiscales, el incontenible aumento de los hechos delictivos, y la imposibilidad del sistema para someter a los delincuentes, nos ponen de frente al derrumbe del aparato judicial.

El problema ha llegado a tales proporciones, que los ciudadanos cuando no son atropellados por los delincuentes, son objeto de todo tipo de abusos del sistema judicial. Son miles los casos vergonzosos en los que un niño, una joven estudiante o una persona mayor han tenido que deambular de una unidad judicial a otra, tratando que alguien atienda su denuncia por una agresión, un robo o una violación. La Justicia se ha convertido en la más importante angustia de los colombianos.

Las distintas reformas a la Justicia en Colombia, han demostrado que el problema no está en una mala preparación de los jueces; o en los deficientes recursos que se disponen para impartir justicia; o en las ambigüedades en la concepción de las leyes, que permiten todo tipo de interpretaciones; o en los excesos en los trámites establecidos para administrar justicia. Puede que muchos de esos factores ayuden a explicar la existencia de la crisis, pero claramente allí no está el problema.

Desde la filosofía política griega ha quedado en claro que no son las instituciones las que fallan, sino que son los individuos que las gobiernan, quienes con sus comportamientos las degradan.

Lamentablemente, cuando el poder que confieren las instituciones se hace excesivo, los que gobiernan esas instituciones, comienzan a dejarse llevar por la ambición de mando y el deseo de acumular honores. Es cuando degradan lo que gobiernan. Es lo que Platón describiera como el hombre “timocrático”. Es decir, aquel que lo amarra la búsqueda desenfrenada de la obediencia y el reconocimiento. Que se siente obligado a halagar a quien pueda ser portador de alguna forma de poder.
Y ante cualquier señal de no-reconocimiento, no dudará en usar la fuerza del poder que le confiere la institucionalidad.

Es lo que ha sucedido en el sistema judicial colombiano. De los magistrados, prohombres respetables que estaban por encima del bien y del mal, gobernando la Justicia en el pasado, hemos comenzado a ver cómo llegan a las Altas Cortes jóvenes magistrados regidos más por la ambición de mando y el deseo de acumular honores. Desde sus primeras actuaciones, no dudan en halagar al gobierno de turno, acomodando la legislación a lo que su ambición le dicte. Claro que todavía son pocos.
Pero el problema no sólo es que cada vez son más los que van a llegar, sino que esas conductas timocráticas se han comenzado a desplegar por todo el aparato judicial, llegando hasta el último juez municipal.

¿Qué pasaría si en la próxima reforma a la Justicia, se establece que la llegada a las Altas Cortes es el punto de cierre en la vida profesional de un jurista y no un escalón para su enriquecimiento o sus honores? ¿Qué tal si ya no pueden salir de las Cortes a litigar con sus sentencias bajo el brazo? ¿Qué tal si se elimina la función electoral en las Cortes? ¿Que se dediquen a administrar justicia y no a buscar la elección de altos funcionarios públicos, que a cambio de que cuando salgan sean árbitros o importantes asesores judiciales? O, ¿qué tal si les exigimos sus sentencias con plazos preclusivos, so pena de perder el cargo, como se hacía en el pasado? Por ejemplo, en la sala constitucional de la Corte Suprema de la Constitución de 1886, los magistrados tenían un plazo de 20 días para dictar sus fallos o perdían sus empleos. Y nunca nadie se pasó de ese plazo.

Sería un muy buen primer paso para comenzar a desmontar ese régimen timocrático que tiene a la Justicia sometida en semejante crisis.