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Ante el precipicio

En estas dos semanas llegamos al borde del precipicio. ¿Será que, por mantener las diferencias, insistimos en dar un paso adelante?

7 de abril de 2019 Por: Pedro Medellín

La radiografía es muy preocupante. El mismo día que trata de contener a un grupo de tropeleros que, en la Universidad del Valle, intenta bajar un helicóptero de la Policía con un arma hechiza, el Esmad debe contener a un grupo de personas que, desesperadas de los bloqueos en la carretera Panamericana, enfrenta a los indígenas con piedras y palos e intenta quemar las instalaciones del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric) en Popayán. Los problemas de desabastecimiento de alimentos, medicinas y combustibles, causados por los bloqueos agotaron la paciencia ciudadana. La irrupción de movimientos informales de ciudadanos como el convocado a través de las redes sociales bajo el lema de ‘No más bloqueos’, revelan un estado de rabia colectiva que comienza a pasar a los hechos.

Pero no solo es en el suroccidente del país. También hay evidencias de que durante los disturbios causados por los estudiantes de las universidades Pedagógica y Nacional han comenzado a intervenir transeúntes que, cansados con los problemas de tránsito y cierres de negocios que se producen, comienzan a atacar a los ‘tropeleros’ con lo que encuentran a la mano, porque ya no resisten más esa forma violenta de manifestarse. Y así como ellos reaccionan recurriendo a la violencia, no son pocos los pueblos y ciudades en los que se comienza a ver a ciudadanos del común, reaccionando ante los desbordamientos de delincuentes y violentos.

Es claro que se trata de una respuesta de justicia por propia mano con la que distintos sectores de la sociedad, ante la recurrencia de la vía de los hechos, quieren manifestar su rechazo. No sólo porque están viendo cómo los manifestantes no tienen problema en recurrir a cualquier forma de acción (picar calles, derribar árboles, incendiar vehículos) con tal de que nadie pueda pasar, sino también que en sus formas de expresión los dirigentes indígenas o estudiantiles, asumen una actitud cada vez más desafiante ante el resto de los ciudadanos.

Que el Consejero Mayor del Cric, luego de los ataques contra sus sedes, amenace con “tomar a Popayán”, no es que ayude mucho a bajar la tensión social que se vive. Tampoco que senadores y representantes, llevando más allá de la responsabilidad institucional que les confiere su investidura, se reúnan con manifestantes armados o que validen acciones violentas por el simple hecho de buscar un beneficio electoral para las próximas elecciones. ¿No se darán cuenta que cuando la violencia arrecie a ellos también se los va a llevar el tsunami de la rabia colectiva?

El problema es que ya ni siquiera podemos decir que estamos ante un país polarizado. Después de lo ocurrido estas dos semanas hay que aceptar que comienza a ser tomado por la violencia. Por lo menos es lo que se deduce cuando tras los disturbios los manifestantes emiten comunicados en los que se afirman cosas tales como “venimos precisamente a causar anormalidad, a causar caos, a imponer nuestro orden pues el orden de ustedes trae una constate agonía por sobrevivir. Nuestro orden trae rebeldía, descontento y violencia. La violencia de los desposeídos en busca del producto de su trabajo, la violencia que nos liberará de la opresión que nos impone esta sociedad capitalista”.

Cuando ese discurso se extienda, porque con la polarización y la corrupción no van a lograr otra cosa, ¿qué van a hacer uribistas y santistas? ¿Qué camino van a seguir? ¿Cuál será el rumbo que tomen los debates entre quienes defienden y quienes cuestionan a la JEP? ¿Cuál será el sentido de los llamados de los opositores a que la gente salga a la calle a expresar su descontento? ¿Y tras de qué discurso se van a esconder los que, en nombre de la paz o de la guerra, se han robado los dineros de todos?

En estas dos semanas llegamos al borde del precipicio. ¿Será que, por mantener las diferencias, insistimos en dar un paso adelante?