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Hace 30 años…

Mañana va a hacer 30 años, en un helado invierno, Estocolmo se...

9 de diciembre de 2012 Por: Patricia Lara

Mañana va a hacer 30 años, en un helado invierno, Estocolmo se llenó de Caribe, de mariposas amarillas, de vallenatos, de tamboras, de Totó la Momposina, de bailadoras de cumbiamba.Sí, ese 10 de diciembre de 1982, la capital nórdica se colmó de diosas coronadas… Y no era para menos: el hijo mayor del telegrafista de Aracataca y de Luisa Santiaga, una guajira brillante y enigmática, habría de recibir el Premio Nobel.En esa ocasión, Gabriel García Márquez, quien tenía fama de costeño corroncho, en impecable liqui liqui, el traje de gala del Caribe -pues se negaba a usar el cachaco frac de rigor-, de pie sobre una N dibujada en medio de una circunferencia semejante al círculo de tiza que rodeaba a su solitario coronel Aureliano Buendía, recibía, de manos del Rey de Suecia, el premio más importante de las letras del mundo.El anuncio se había producido un par de meses atrás. La víspera, yo había llegado a Nueva York procedente de México, donde nos habíamos reunido los socios de la promotora de El Otro, ese diario que Gabo y todos soñábamos fundar, y cuyos accionistas íbamos a ser él, el periódico El Mundo de Medellín encabezado por Darío Arizmendi, Jaime Castro, José Vicente Kataraín y yo.Algunos sospechábamos que, ese año, el Nobel podría ser para él. Incluso, esa mañana, El Tiempo había publicado en una página perdida una nota enviada por mí, donde hacía el pronóstico.En cuanto leí el anuncio de su Nobel en The New York Times, empecé a llamarlo a México. ¡Sentía ese premio como si fuera mío! El teléfono sonó siempre ocupado. Entonces, pocas horas después, regresé de Nueva York: no me aguanté las ganas de festejarlo en su compañía, con Mercedes, Rodrigo, Gonzalo, los amigos y los demás socios de ese diario soñado y malogrado, entre otras razones, por la llegada del anhelado galardón…Del aeropuerto me fui directo a su casa. ¡Estaba repleta de flores! Un instante después, llegó el pintor Alejandro Obregón.-¡Mierda, quién se murió aquí!-, exclamó.Él, que no tenía idea de la noticia, no entendía la carcajada general…Minutos antes, cuando Gabo me había visto entrar, me había dicho, en medio de la risa:-¿Y fue que la dejó el avión a Nueva York?-¡No, que su teléfono estaba ocupado!(¡A él, que escribía para que sus amigos lo quisieran más, cómo se le notaba la felicidad que sentía cuando comprobaba que así era!)Después aumentó la romería de amigos: recuerdo a Álvaro Mutis, a Álvaro Castaño, a Gloria Valencia, a Darío Arizmendi, a Kataraín… (Los tres acabamos con varios tequilas adentro, coronados de sombreros de charros mexicanos, celebrando y cantando al unísono con los mariachis en la Plaza de Garibaldi). Más tarde llegaron Juan Gossaín y Germán Santamaría. Y por revelarle a Germán lo que Gabo consideraba un secreto y yo no sabía que así lo fuera (que El Otro iba a imprimirse a distancia de manera simultánea en varias ciudades del país para que los lectores lo tuvieran antes que los periódicos regionales), me gané un regaño suyo que se volvió un tremendo agarrón en la cocina de su casa, pues me enfurecí al sentirme acusada de una injusticia. ¡Entonces lo grité!Y él, entendiendo por mi indignación que yo no había sido desleal, sonriente, feliz, me dijo:-¡Usted acaba de pegarle un grito al Premio Nobel!Después fue el jolgorio, la parranda, la alegría en ese retazo irrepetible, imborrable de la historia de Colombia, y de la vida