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Monstruos familiares

Con quién te acuestas dejando al azar la posibilidad de procrear, esa sí que es una cuestión con consecuencias que se extenderán más allá de lo que los ojos de la generación actual podrá ver. Hay niños de hasta 100 años buscando su hogar.

17 de diciembre de 2017 Por: Paola Guevara

Semana tras semanas recibo mensajes de personas que buscan a su padre, que lo hallaron muerto, que lo encontraron con final feliz o que lo encontraron para prolongación del más doloroso rechazo.

Y luego aparecen otros casos mucho más complejos de mentiras familiares donde los abuelos suplantan a padres y madres juveniles e irresponsables, con un sinfín de variaciones (incestos, violaciones, falsas adopciones) que incluyen crecer con padres-hermanos y luego ser el tío negado de sus propios medios hermanos.

Lo que concluyo tras conocer tantos casos, que semana tras semana me conmueven, es que muchas personas que provienen de esquemas familiares no resueltos, con pactos de silencio o maltrato descarnado relacionado con la complejidad del rol padre-hijo (incluida como violencia la renuencia de la madre a revelar el nombre del progenitor) se traducen en una serie de síntomas que deberían ser ampliamente analizados por expertos.

El primero de ellos es el que llamo síndrome de la autosospecha, por el cual la víctima teme ser portadora de la misma locura o maldad con que ha sido tratada y, por tanto, vive en terapia o se abstiene de formar una nueva familia y se las arregla para arruinar su vida amorosa de tal manera que tener hijos no sea una posibilidad.

La razón es altruista y empática en el fondo: preservar a ese hipotético hijo o hija del mal del que se sospecha ser portador, librarlo de las presuntas enfermedades mentales familiares no diagnosticadas y, adicionalmente, no tener que estar nunca en los zapatos del padre o la madre, es decir, en el rol de su monstruo familiar.

También, percibo el terror a la repetición del patrón y la angustia de la pieza faltante, en el caso de los adultos que saben poco o nada sobre su origen materno y, sobre todo, paterno, y el alivio que da la idea de ser elegido por el árbol familiar como “padre” de una nueva genealogía que comienza desde cero. Es decir, una suerte de síndrome de Adán y Eva.

Pero las historias que me parecen más dolorosas son las de los padres que conocen de forma tardía a un hijo o hija en edad adulta y en lugar de darles respuestas, afecto, respeto elemental o al menos una “existencia” ante sus demás familiares, los humillan, los abandonan una y otra vez en cada frase, en cada llamada no contestada, en cada desplante, en cada negación, con una insensibilidad que raya en lo patológico y que puede conducir a las formas más sofisticadas del suicidio.

No existen manuales para conocer a una nueva familia. Los buscadores caminan a tientas entre el ensayo y el error. Con quién te acuestas dejando al azar la posibilidad de procrear, esa sí que es una cuestión con consecuencias que se extenderán más allá de lo que los ojos de la generación actual podrá ver. Hay niños de hasta 100 años buscando su hogar.

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