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Cuando los abuelos son padres

Cuando los abuelos son padres de sus nietos, no porque quieran alterar los roles ni usurpar un lazo sino porque no hay alternativa y sienten que su deber humano es extender la red para cobijar a ese niño que lo necesita, nace una nueva forma de valentía.

19 de junio de 2017 Por: Paola Guevara

Cuando los abuelos son padres de sus nietos, no porque quieran alterar los roles ni usurpar un lazo sino porque no hay alternativa y sienten que su deber humano es extender la red para cobijar a ese niño que lo necesita, nace una nueva forma de valentía.

Tendrán que volver a empezar cuando ya esperaban descansar, tendrán que desentrañar los bríos de los 20 y la potencia de los 30; tendrán que ponerse en marcha para salir al parque y saltar, y empujar columpios cuando preferirían terminar el crucigrama y la biografía, la taza de té y el noticiero.

Tendrán que soportar berrinches y tolerar caprichos de pequeños que no son suyos, pero que lo son por partida doble en razón del poderoso vínculo de la aceptación. Tendrán que sortear preguntas y sentir -en algún punto- que todo su amor y su entrega no bastan para llenar un vacío latente que acecha, como una sombra de frío, sobre el corazón de sus niños.

Tendrán que sortear el fuego de la adolescencia, dolerá cada palabra de rebeldía y abrirá nuevas heridas cada intento por hacer caber el molde de una época antigua en un alma nueva.

Se convertirán en padres adoptivos, aunque la sangre los valide como miembros de la misma manada humana, y se preguntarán cada día si hacen o no lo correcto, pero avanzarán con el faro único del amor.

Y ese amor será uno distinto, superior al que sintieron al ser padres, superior al que sintieron al ser hijos, superior incluso al que sienten por sí mismos, un amor que se salta generaciones, que desoye las cronologías y se rebela contra el tiempo.

Un amor tan grande que le otorga vida y tridimensionalidad a las epístolas del mismísimo Pablo, porque todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Porque es sufrido, es benigno, no tiene envidia, no es jactancioso ni se envanece.

Es un amor mal negocio. Es un amor ingrato.

Pero también un amor lúcido, porque tiene el privilegio único de la sabiduría, la ventaja de estar de regreso de todo, la enseñanza de los errores pasados. Es un don que le entrega la vida a unos cuantos elegidos, para que lo escriban todo de nuevo, para que se reinventen como padres y alcancen, al fin, el triunfo.

Que el Día del Padre sea también la oportunidad para agradecerles a ellos, los padres abuelos, que tienden puentes entre generaciones rotas y salvan el alma de uno que otro columnista.

Sigue en Twitter @PGPaolaGuevara

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