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Al América

Dejé de ser hincha del América, mi gran pasión futbolística de infancia y adolescencia, desencantada y con el corazón roto por el rol oscuro del narcotráfico en el juego que para mí era sagrado y limpio.

15 de diciembre de 2019 Por: Paola Guevara

Dejé de ser hincha del América, mi gran pasión futbolística de infancia y adolescencia, desencantada y con el corazón roto por el rol oscuro del narcotráfico en el juego que para mí era sagrado y limpio.

Me alejé no solo del América y los Diablos Rojos sino de cualquier tipo de sentimiento de hinchada, pues concluí que no entregaría el poder sobre mi tristeza o alegría a un juego movido por tentáculos e intereses capaces de distorsionar resultados, títulos, vidas.

La muerte de Andrés Escobar terminó por ratificar esta idea del fútbol colombiano como escenario y eco de las peores tragedias nacionales.

Sin embargo, tras 30 años lejos del América y lejos de un estadio de fútbol, volví al Pascual Guerrero para ver lo que se quedó con ganas de presenciar la niña que fui a los 8 años, a los 12 años. Para ver a ese equipo, que yo idolatraba, renacer.

América que sale del limbo de las redes oscuras, que tras cinco años sale de la B, y contra todo pronóstico disputa y gana el título nacional, es una metáfora de Cali, de Colombia, y de la vida misma.

No soy yo quien se alegra, sino la lejana veta de hincha que quedó sin morir en el fondo de mi corazón americano. Una hincha que, 30 años después, se reconcilia con el juego.

Y mientras el humo rojo llenaba los pulmones y las arengas aturdían los sentidos. Y mientras se inflaban las redes locales y se desinflaban los sueños del justo rival, yo rendía culto silencioso a ellos, a los otros, a los verdaderos hinchas.

Los que se quedan, a pesar de todo. Los que lloran el descenso a los infiernos y son benevolentes con lo inconcebible. Forjados en la paciencia, a prueba de desencanto. Los que tienen en los brazos alzados la terquedad de las olas, y retornan, retornan, contra toda evidencia, a la religión de la espera.

Los que comprenden la metáfora de la victoria y la derrota, expresada en una cancha, y sin falsas superioridades intelectuales se conectan con almas pares, para ser todos parte del mismo caldo de cultivo de las lágrimas.

A ellos, los hinchas sufridos, los de humildad probada en el fuego, los que por estandarte tienen tridente, los que llevan diablos y estrellas en lugar de corazones tatuados en la piel.

A ellos, los justos victoriosos que celebraron en una caldera de paz, solo queda recordarles que la historia la cambian los que se quedan. Que los umbrales los sostienen los que persisten.

Este es el fin del karma. Pagadas las deudas, purificado el infierno, nace una nueva historia escrita en letras rojas. Tinta. Sangre. Tribuna palpitante. Que grita América. América. América.

*Dedicada a Myriam Giraldo

Sigue en Twitter @PGPaolaGuevara

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