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Ser gente

Siento pena cuando somos incapaces de reconocer que el ego es la peor celda de la mente y el alma, porque en ella queda preso el valor para entender la razón en el otro y luz para continuar.

13 de febrero de 2019 Por: Paola Andrea Gómez Perafán

Parece algo tan sencillo, pero a la vez tan amenazado por los egos, que me aterra ver cómo eso que en términos coloquiales se conoce como “ser gente” poco a poco se va convirtiendo en una de tantas cosas en vía de extinción.

Por desgracia, a donde quiera que usted vaya, se encontrará algún personajillo que le haga pensar con tristeza que la humanidad -entendida como la capacidad de sentir afecto, comprensión o solidaridad hacia los demás- cada vez es más un artículo de lujo.

Hay gente, por ejemplo, que olvida de dónde viene y hacia dónde va. Y otra que se creyó el cuento de que es de mejor familia y por eso va tratando con desdén a los demás. O los que se saben intocables y entonces tienes que aguantarles sus berrinches. También hay quienes con el tiempo involucionan y la madurez les descubre con una carga de sobradez superior a todas sus fuerzas. Y unos más que piensan que el tener reconocimiento les otorga una especie de alas invisibles que les permiten levitar por un mundo ahora tan por debajo de su brillantez.

Siento pena, de verdad. Y a veces reconozco que hasta siento rabia, coraje, de ver tanto pelotudo o pelotuda que va por la vida como pavo real, alardeando de lo que ha hecho y creyendo que su mínima partícula atómica de poder, comparada con la grandeza del universo, le da licencia para hablarle a los demás con majadería o arrogancia.

Siento pena cuando somos incapaces de reconocer que el ego es la peor celda de la mente y el alma, porque en ella queda preso el valor para entender la razón en el otro y luz para continuar.

Siento pena por los que se comieron el cuento de que son dioses en la Tierra, cuando esa supuesta superioridad no es más que un síntoma de su inseguridad y sus complejos de infancia.

Sin duda, este sería un lugar mejor si volviéramos a la semilla, a la esencia de lo que vale la pena, a la amabilidad, al responder con amor, al extender los brazos y entender que somos minúsculos frente a la inmensidad.

A estas alturas no me albergan los sueños de una gloria de aplausos y sonrisas pasajeras. Ni los afanes de alcanzar un lugar superior. Solo la fe de reconocerme humana, de mirarme con humildad y entender que puedo cambiar; de luchar contra el engreimiento, de esforzarme en ser gente, todos los días, siempre, como lo hacen muchos de ustedes. Y de que si por algo han de recordarme sea por lo que ayudé a construir y lo que pude aportar.

La vida es tan corta y tan bella que no merece arrojarse a una hoguera de vanidades capaz de quemarte por dentro. Si alguna vez el fuego ha de arder que sea para dar luz y ayudarnos a comprender que de nada valió venir a este mundo sino entendimos que no hay grandeza comparable a la de ser gente. 

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