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Se le fue, sin avisar

Ella no hablaba inglés. Él no hablaba español. Pero el amor no conoce de idiomas, de razas, de religiones.

5 de diciembre de 2018 Por: Paola Andrea Gómez Perafán

Se llamaba Drew, tenía 50 años, alto, de rasgos finos, ojos claros. Descendiente de una familia polaca, de las tantas que llegaron a Estados Unidos, después de la Segunda Guerra Mundial. La conoció en septiembre de 2001, en Miami, poco después del atentado a las Torres Gemelas. En un rincón de un país convulsionado, de un mundo aterrorizado, nacía una historia de amor.

Ella no hablaba inglés. Él no hablaba español. Pero el amor no conoce de idiomas, de razas, de religiones. Y así fue surgiendo un noviazgo que solo tardó ocho meses en saber que se querían para siempre. La hermana de ella, la mejor amiga de él, recuerda que le pidió matrimonio dos veces. Una de esas le adornó de rosas el balcón de un restaurante y la llevó rumbo a él en limosina. Era como un cuento de hadas. Siempre fue un amor de cuento de hadas, que hasta en las dificultades se escribía en letras doradas.

Se casaron en 2002. Ella, proveniente de una familia católica, se convirtió al judaísmo para casarse con él y abandonó su vida en Cali. En 2008 nació la primera hija, en 2009, la segunda y hace dos años, el tercer hijo. Con el tiempo, la salud de él se fue deteriorando. Requería muchos cuidados de su ‘chiquita linda’, como le decía a veces, en ese español que aprendió a chapotear.

Hace dos semanas él se vino a Cali para hacerse una operación de trámite. Ella vino, dejó al niño de 2 años y volvería el 12, con las niñas a pasar la Navidad. Pero en el atardecer del sábado, primer día de diciembre, el corazón de Drew dejó de palpitar, en medio de una dificultad respiratoria. A pesar de los intentos de una familia de médicos, de los bomberos, de la ambulancia por reanimarlo, se le fue, sin avisar. Ella, no pudo verlo más.

Tuvo que viajar de emergencia junto a sus hijas, para despedirlo. El lunes, en la tarde le dio el último adiós en el cementerio hebreo de Cali, muy lejos de casa, pero en familia.

A ella la conozco desde los cinco años. Después de no querernos, nos hicimos entrañables: llevamos el mismo nombre, vivíamos cerca, íbamos al mismo colegio, nacimos el mismo año, el mismo mes. Con todo y que pensamos diferente y pese a mis ingratitudes, ella siempre ha estado ahí.

Ahora parece que no vale de nada conocerla tanto. No encuentro cómo consolarla. Solo decirle que sé cuánto lo amó, que fue incondicional con él, como lo es con todo en la vida. Decirle que no se culpe por no estar en sus últimas horas. Que él se fue pero siempre se quedará en sus hijos.

Hay dolores que sentimos como propios. A veces es más fácil abrazar con palabras y estando ahí para los que nos han dado tanto. No queda nada más. Estamos aquí de paso. Y en ocasiones la muerte nos recuerda todo aquello que con la prisa y las vanidades tendemos a olvidar. Ojalá nos fuéramos habiendo amado tanto y siendo tan amados, como se ha ido ‘el gringo’ Drew. 

(Dedicada a mi gran amiga Paola García en la niñez, Paola Rothberg en la adultez).

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