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Morir de hambre

La noticia es tremendamente dolorosa: cuatro niños menores de un año y otros nueve menores de cinco han muerto por problemas asociados a desnutrición en el Valle del Cauca.

3 de junio de 2020 Por: Paola Andrea Gómez Perafán

La noticia es tremendamente dolorosa: cuatro niños menores de un año y otros nueve menores de cinco han muerto por problemas asociados a desnutrición en el Valle del Cauca, en los primeros cinco meses de este huracán llamado 2020. Y esas muertes, informadas en medio de una convulsionada agenda informativa, han pasado casi de manera intrascendente en un departamento que se mueve entre el dilema del confinamiento y la normalidad.

Pues bien, entendiendo todo lo que está pasando, quizás no sea una prioridad de política pública garantizar que no se mueran más niños y niñas de hambre, aún pese a que la Secretaria de Salud del Valle informó que la cifra de este año ya triplica la del 2019 cuando fallecieron cuatro menores por esta causa. Y cuando en este país el año pasado murieron 259 menores de cinco años con problemas asociados a la alimentación, según el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar.

Como ven, las cifras nacionales tampoco son alentadoras. Según la Gran Alianza por la Nutrición, en Colombia, el 10,8% de los menores de 5 años sufren desnutrición y el 54,2% de los hogares en Colombia, ojo: más de la mitad del país, tiene inseguridad alimentaria, acentuada en departamentos históricamente afectados por la escasez de recursos para subsistir como Chocó, Sucre, Vichada, La Guajira y Putumayo.

Si ampliamos la mirada a nivel mundial, la estadística es escalofriante; según la Unicef, el Banco Mundial, la Organización Mundial de la Salud y Naciones Unidas, se calcula que 8500 niños mueren cada día por desnutrición, lo que supone la muerte de un niño cada cinco segundos y de más de seis millones de menores de 15 al año, en promedio. Seis millones. Increíble.

Un problema que afecta en mayor medida a Nigeria, Burundi, India; Camboya y Yemen. Pero que también se pasea por comunidades latinoamericanas como los wichis, en Salta, Argentina; y poblaciones de Bolivia, Paraguay, Perú y las favelas brasileras, entre otros rincones de extrema pobreza.

Aterrizando de nuevo a nuestra realidad, insisto con vehemencia: la muerte de niños por desnutrición en el Valle no puede ser una noticia de registro y resignación. Y debería sacudirnos como sociedad para encontrar de manera urgente los mecanismos para que esto no ocurra, no solo con proclamas virtuales sino con ayudas reales. Y que así como nos esmeramos en tener los ventiladores suficientes para los hospitales o el tapabocas y el desinfectante para mantenernos a salvo del Covid, lo hagamos para garantizar la seguridad alimentaria en los más remotos rincones de la geografía y hasta en las capitales como Cali, donde también, por desgracia, hay niños que mueren de hambre.

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