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La dignidad de las canas

Más que estacionarse en la difícil elección sobre qué vida salvar, a lo que van estas líneas es a reflexionar sobre cuan desobligantes son culturas como la nuestra con quienes caminan por la madurez de la vida

15 de julio de 2020 Por: Paola Andrea Gómez Perafán

Que a los ‘abuelitos’ era mejor dejarlos confinados. Que no podían salir a hacer deporte. O que mejor sí, pero unos días y un ratico. Hasta que se cansaron y sus voceros decidieron hablar duro y recordar que sí, que les encanta ser abuelitos y abuelitas, pero que son y han sido mucho más que eso. Entonces entutelaron por el derecho a la igualdad en cosas tan elementales como el tiempo para salir a tomar aire. El Gobierno apeló, pero sin duda el tono cambió. Se hicieron respetar.

Hoy, cuando el país transita hacia el pico de la pandemia y las UCI de las ciudades con más contagios registran alta ocupación, vuelven a estar de boca en boca, con el complejo dilema de a quién darle una cama en caso de una coyuntura extrema: al joven al que le vienen muchos años por delante o al que tiene avanzada edad. Y la respuesta es casi coincidente: “Pues como según se ha dicho se hizo en otros países hay que darles prelación a los jóvenes”.

Más que estacionarse en la difícil elección sobre qué vida salvar, a lo que van estas líneas es a reflexionar sobre cuan desobligantes son culturas como la nuestra con quienes caminan por la madurez de la vida.

Miremos, por ejemplo: si usted tiene más de 40 años, preocúpese, porque si pierde su empleo, difícilmente lo contraten en otro lugar, y si tiene 50 o 60, ni de fundas se arriesgue a pedirlo, no tendrá nada qué aportar, porque los modelos de negocio cambiaron y en la lógica del mundo actual, la experiencia es sinónimo de obsolescencia. A no ser que usted sea ‘fulano de tal’, ‘amigo de’, o ‘dueño de’, pero eso es harina de otro costal.

En la antigua Grecia los ancianos ostentaban el poder; en el imperio romano eran los virtuosos, en las culturas indígenas ancestrales, los sabios de la tribu, y en Japón, aún hoy, son el pilar de la sociedad. Nada que ver con nuestra realidad, donde para hacerse valer tienen casi que ‘sindicalizarse’ como hemos visto que ocurrió con el grupo de notables que lideran ‘la rebelión de las canas’. Pero no tenemos que mirar tan arriba para ver que a la señora mayor de la casa se le habla con displicencia, al padre anciano le respondemos con enojo, y al de la calle ni le escuchamos porque no nos importa.

Por eso llegamos de manera tan apresurada a concluir que quizás no haya mucho que pensar frente a qué vida salvar. Ojalá no tengamos que llegar a tan difícil situación y en cambio, aprovechar este dilema mediático para repensar la manera como nos relacionamos con la vida en todas sus edades, en la nuestra y en las que vendrán. Que aquello que tanto hablamos sobre cómo nos ha cambiado esta experiencia incluya el cómo vemos y tratamos a los demás, no solo bajo el egoísta argumento de que “todos vamos para allá” sino porque en verdad entendemos el valor supremo de la dignidad.

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