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Yo no aplaudo

Me atrevo a pensar que tal vez no hay una sola calle de Cali en la que no exista alguien a quien lo haya tocado, de forma directa o indirecta, el caso de una muerte violenta.

5 de octubre de 2017 Por: Ossiel Villada

El 31 de julio de 2001 Arles Fernando Clavijo fue asesinado de dos puñaladas, a pocos metros de su casa, en un caso de intolerancia social. Tenía solamente 18 años, trabajaba en Catastro Municipal y era un brillante estudiante del Sena. El 27 de septiembre de 2011 Beiman Rentería murió a tiros en una calle del Distrito de Aguablanca, por cruzar una frontera invisible que desconocía. Apenas cursaba octavo grado de secundaria, era el mejor de su clase y ya se le consideraba como una de las grandes promesas del fútbol en Cali. El 29 de julio de 2012, en Siloé, murió Brian Mauricio Piamba. Tenía nada más 16 años y apenas terminaba el bachillerato. Lo apuñalearon por negarse a participar en una riña de delincuentes. El 18 de agosto de 2016 Edward Tumiñá Ocoró fue asesinado en el barrio Brisas de Mayo. Un hombre que intentó robarle su motocicleta le disparó en la cabeza. Tenía 23 años, era el mejor estudiante de la Licenciatura en Ciencias Sociales de la Universidad del Valle en ese momento y soñaba con ser un gran docente.

Esos son solamente cuatro, de los muchos crímenes que han ocurrido en Cali durante los últimos 16 años. ¿Qué los hace especiales para que hoy yo los recuerde? Nada. Y al mismo tiempo, todo. Porque sus historias son el reflejo de los miles de dramas que inundan esta ciudad, y que con el paso del tiempo se han convertido para el grueso de nosotros los caleños en paisaje, en olvido.

Me atrevo a pensar que tal vez no hay una sola calle de Cali en la que no exista alguien a quien lo haya tocado, de forma directa o indirecta, el caso de una muerte violenta.

Póngase a pensar usted, ¿cuándo fue la última vez que escuchó mientras estaba en una fiesta, una fila de banco o una reunión de vecinos, la historia de alguien a quien asesinaron? ¿Cuántas veces ha pensado que esa persona pudo haber sido su pareja, su hijo, su mamá? ¿Cuántas veces se ha salvado de la muerte simplemente por moverse un segundo antes del lugar equivocado?

El premiado reportaje ‘El mapa de la muerte’, realizado por un equipo de periodistas de este diario que tuve el honor de coordinar, da cuenta de que entre el 2001 y el 2015 fueron asesinadas en Cali 26.687 personas.
Esa cifra nos posicionó como una de las ciudades con más homicidios a escala mundial.

Y en el 2016, según las estadísticas oficiales, a ese número se sumaron otros 1288 casos de asesinatos. La Alcaldía de Cali sacó pecho porque esa cifra fue inferior en 6,5 % a la del 2015. Y por estos días también lo hace. El consejero de Seguridad, Juan Pablo Paredes, dice que durante el 2017 se han registrado cinco de los diez meses menos violentos de los últimos 25 años en Cali. Óigase bien: cinco de apenas diez en un cuarto de siglo. Eso, agrega él, “refleja los resultados de la estrategia de seguridad que estamos implementando en la ciudad y que incluye un trabajo articulado y técnico de nuestras autoridades”.

Yo creo que el señor Paredes es un buen funcionario, pero no hay razones para que se tire tantas flores. Lo que estamos viendo hasta ahora no es evidencia suficiente para creer que la tendencia de los asesinatos en Cali se empezó a revertir de forma consistente. Que asesinen a 78 personas en esta ciudad, como pasó en septiembre, es una auténtica vergüenza.

No voy a caer en el simplismo arrogante de quienes mezclan a su antojo verdades con mentiras para impulsar contra el alcalde Armitage el ‘quítate tu, pa’ ponerme yo’. Pero tampoco voy a aplaudir por estas cifras incipientes. Cali sigue con ‘saldo en rojo’ en seguridad. A la Alcaldía y la Policía les queda mucho por hacer para reducir los homicidios. Y los caleños debemos superar la polémica estúpida sobre el ‘dar papaya’ y aportar más. O no saldremos de este infierno.

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