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V.I.R.A.L.

Cinco letras. Bastaba una palabra de solo cinco letras para definir el espíritu de este tiempo gris, incomprensible y liviano que nos tocó vivir.

20 de marzo de 2020 Por: Ossiel Villada

Cinco letras. Bastaba una palabra de solo cinco letras para definir el espíritu de este tiempo gris, incomprensible y liviano que nos tocó vivir. Pero nunca nadie imaginó que tendríamos que aprender a usarla en sentido literal, y no solo como una metáfora, para entender su significado real. Cinco letras, una palabra: V.I.R.A.L.

Un día, cuando todo haya pasado, la historia dirá que bastaron esas cinco letras para aprender la lección que aún no entraba en la cabeza: que ninguna especie es realmente imprescindible; y que aún con toda la magnificencia del hombre, la tierra puede seguir girando sin él.

Lo que nadie podrá negar un día, además del horror de los casi 10.000 muertos y la certificada incompetencia de casi todos los políticos, es que Dios, o el diablo, o las deidades de la naturaleza, o todos juntos, idearon una brillante pieza de humor ácido para advertirnos que podemos ser los dinosaurios del Siglo 21.

Porque hasta hace solo 15 semanas ser viral era el mayúsculo anhelo de casi todo este planeta. Y hoy, por cuenta de un minúsculo bicho, ser viral significa contagiarse de la gran peste por la que todos quieren huir de este planeta.

Viralidad. Desde el papa Francisco, que predica en 9 idiomas para nueve millones de seguidores en Instagram y Twitter, hasta Brenton Tarrant, el asesino que masacró a 50 personas en dos mezquitas de Nueva Zelanda y lo transmitió por Facebook, casi todos aquí veníamos obsesionados con la viralidad.

Porque la viralidad es herramienta primaria de la ambición y la vanidad en tiempos de redes sociales.

Y entonces reemplazamos los amigos por seguidores. Y los gobernantes cambiaron las ideas por los ‘bots’. Y los “Te quiero” se rindieron ante los ‘Me gusta’. Y los encuentros dieron paso a las ‘interacciones’. Y el amor sucumbió ante el ‘engagement’.

Y entonces está bien que utilicemos la viralidad, sin asomo alguno de vergüenza en la cara, para empujar hasta el límite el consumo demencial en un planeta que se consume lentamente en medio de nuestra demencia por consumir.

Y es normal que las empresas se gasten miles de millones de dólares para pagar cuentas absurdas a un puñado de mercenarios del marketing que se dicen capaces de influenciar a otro puñado de imbéciles que no saben vivir, ni cuál champú comprar, si no reciben la iluminación divina de un ‘influencer’.

Todo eso mientras el hambre, la ignorancia y la mentira se hacen cada vez más virales en este mundo.

Así que si logramos sobrevivir a la pandemia, y hay un propósito divino detrás de todo este horror, tal vez sea ese. Entender que el virus, invisible y poderoso, viene a hacernos una pregunta simple: “Explícame qué es mejor perder, ¿el alma o la vida?”.

Tal vez sea preciso aprender que el virus no tiene estrato social, ni color de piel, ni partido político. Y que entonces, como lo canta Blades, “si la muerte no discrimina, que la vida tampoco lo haga”.

Que de nada vale construir muros infames contra el inmigrante, ni arrasar con el Amazonas para criar más vacas, ni tumbar la selva para sembrar más coca, ni envenenar el aire que respiramos, ni ganar elecciones con mentiras, pues la democracia letal del virus no perdona.

Tal vez alguien deba detener ahora su azaroso caminar para encontrar un nuevo camino.

Y tal vez alguien deba aprender que de la cárcel de la depresión no se escapa a través de las redes sociales. Que el aislamiento que tanto nos piden es una oportunidad para desconectarnos de la oscuridad del mundo y volver a conectarnos con nuestra luz propia.

Ahora, cuando el poderoso virus de la corona nos hace vernos en los ojos de la muerte, tal vez todos debamos aprender que ya viralizamos demasiado la indolencia, la xenofobia, la codicia, la arrogancia y la violencia. Y que lo único que debería ser viral es el amor.

(... Y de fondo suena la melodía de 'Ojos de perro azul' - Rubén Blades y Son del Solar - 'Live' - Nueva York, 1990)

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