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Matar al Cauca

Miente la Iglesia cuando asegura que la obra creadora divina concluyó en el sexto día. Y miente la ciencia cuando afirma que todo lo que somos surgió de una estruendosa explosión millones de años atrás.

7 de febrero de 2019 Por: Ossiel Villada

Años atrás, un poeta caleño chocoano que Dios envió al mundo con la misión de crear la banda sonora de esta tierra, escribió estos versos:

“… Y quedó oliendo a café,
quedó sabiendo a guarapo.
Con rico sabor de caña
el Cauca dejó la montaña.
Dando vida a mi tierra bonita,
dando nombre a mi
tierra preciosa...”

No creo que nadie en el mundo haya sido capaz de condensar, en tan pocas palabras, con tanta belleza y tal profundidad, la tarea que cumple un río para una sociedad.

Lo hizo el gran Jairo Varela cuando sacó de su infinito genio creativo ese himno que los vallecaucanos cantamos a voz en cuello, con los ojos brillantes y el corazón lleno de orgullo, sobre todo cuando estamos lejos de la tierra que nos vio nacer.

¿Para qué sirve un río? Qué pregunta tan estúpida, me dirán algunos. Porque es tan simple, tan ridiculamente obvio, que no vale la pena siquiera preguntarlo. No me importa. Hace rato aprendí que la obviedad es eso que termina perdiéndose en la maraña de la complejidad.

Desde el primer día de la creación la tarea que un río cumple cada minuto, cada segundo, sin descanso ni distracciones, sin renuncias ni vacaciones, es dar vida. Los ríos dan sus vidas para extender el corto periplo de la nuestra; para hacerla mejor, más grata, menos absurda, más grande, más digna.

Miente la Iglesia cuando asegura que la obra creadora divina concluyó en el sexto día. Y miente la ciencia cuando afirma que todo lo que somos surgió de una estruendosa explosión millones de años atrás.

Los ríos son los dedos de las manos de Dios, que siguen actuando sin descanso sobre esta tierra. Y también el fluido vital del Big Bang, que continúa transformando nuestra más íntima esencia sin que siquiera logremos entenderlo. Somos, más que nada, agua. Marea y rocío. Y por eso, ante todo, los ríos nos dan humanidad.

Pero es tan simple, tan ridiculamente obvio, que nos resulta fácil olvidarlo. Fácil y conveniente. Así como olvidamos nuestro insignificante tamaño frente al Universo y su insondable misterio.

La tragedia ambiental que vive hoy nuestro amado río Cauca, aguas abajo de la nueva represa de Hidroituango, es por encima de todo el reflejo de la arrogancia del hombre, de esa venenosa suficiencia que se ha apoderado de él en la era reciente y que parece reproducirse sin control en tierras como la nuestra.

Creo que, en la historia contemporánea de Colombia, es difícil encontrar un cuadro que refleje mejor la patética estupidez que nos habita.

¿Han visto las patéticas explicaciones de los señores de EPM sobre la crisis? ¿Han notado la patética impavidez del Gobierno Nacional para actuar ante la misma? ¿Han oído las patéticas respuestas de la famosa Anla sobre cómo llegamos a este terrible escenario?

A mí me indigna, sobre todo, la patética explicación que han dado algunos economistas desde Wall Street. Nos dicen que aquí no ha pasado nada, que el río va a quedar igual, que esto era absolutamente necesario para “sacar al país de la pobreza” y que “si queremos más riqueza, algo nos va a costar”.

¿Riqueza para quién?, pregunto yo. ¿Acaso nos creen tarados? Que necesitamos energía, obvio. Ningún colombiano se opone a ello. Pero aquí nadie pidió que nos dieran más riqueza material acabando con la segunda fuente de agua más importante del país.

Estamos matando al río Cauca. Todos los colombianos. Desde la ilegalidad y desde la legalidad. Aquí nadie es inocente. Y duele mucho, muchísimo, pensar que tal vez un día solo sea un recuerdo en una vieja canción.

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