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Viejos conocidos

El horno de la forja produce un calor intenso. El resplandor del...

26 de junio de 2010 Por: Óscar López Pulecio

El horno de la forja produce un calor intenso. El resplandor del fuego ilumina los cuerpos sudorosos y semidesnudos de los trabajadores. Es una escena corriente de la España del Siglo XVII. De pronto, en medio de ese arduo trabajo cotidiano aparece un dios, con la eterna juventud y belleza de los dioses, iluminado con su luz propia: Vulcano. No el monstruo condenado por su transgresión a las entrañas de la tierra de que hablan los mitos, sino el dueño del fuego en todo su esplendor. Ese cuadro, que es el más bello del mundo, por su composición y su colorido, fue pintado por Velázquez, que es el mejor pintor que haya existido jamás.Está colgado en una pared del Museo del Prado, en la vecindad de los trabajos de gran formato que en su calidad de pintor de la corte de Felipe IV hizo don Diego Velázquez, incluyendo Las Meninas, esa compleja composición donde el protagonista es el pintor, retratándose a sí mismo en el acto cortesano de pintar, en presencia de sus majestades los reyes, a la infanta Margarita de Austria, que es sólo una niña, vestida de seda y encajes, rodeada por sus pajes y sus damas de compañía. Un par de siglos más tarde Picasso descompuso, deconstruyó, en más de 40 cuadros que pueden verse en su museo de Barcelona, esa obra extraordinaria, como homenaje a quien consideraba su maestro.Y en la sala contigua, como si acabara de morir, cuelga el Cristo, la mitad del rostro sin vida oculto por la larga cabellera, el cuerpo perfecto, aún con la tensión de la agonía, sobre un fondo de tinieblas. Velázquez abandona aquí su maestría en la composición para resumir en una simplificación de prodigio, en su soledad y su abandono, sin sus verdugos ni sus dolientes, el drama del Dios que entrega a su hijo por la redención de las faltas de unas criaturas sin importancia. Una presencia sobrenatural que da a la sala el carácter de una catedral.Saltando al Siglo XIX otro pintor de corte rescata esta vez del olvido la de Carlos IV, el rey Borbón derrocado por Napoleón. Pero con Goya como con Velázquez, no son esos retratos de corte los que lo colocan como el primer pintor de su siglo, con su versión demoledora de la familia real presa del estupor del poder, sino otra vez las escenas de la vida cotidiana, la gente del pueblo como protagonista, como encarnación de lo mitológico. Uno al lado del otro, los cuadros con las escenas del levantamiento del 2 de mayo de 1808 contra los mamelucos del Ejército francés y los fusilamientos del día siguiente. De nuevo la maestría en la composición que capta el ritmo de la rebelión frente al usurpador y frente a la muerte. La pintura como fuerza de la naturaleza. La presencia soberana de la obra de arte, que funde, como no se pudo hacer nunca después, quizás con la excepción del Guernica de Picasso, la intención artística con la denuncia política. Todos ellos viejos conocidos, a los que se suman el Jardín de las Delicias del Bosco, en cuyos detalles está todo Dalí; y un retrato de Durero que es el ideal mismo del renacimiento: hombres como dioses; y un cardenal de Rafael, demasiado juvenil bajo sus galas compradas al Papa; y Las Majas de Goya vestida y desnuda, más provocativa la primera, con unas curvas que no debería permitirse una duquesa; y Las Hilanderas de Velázquez, de nuevo la escena popular con carácter divino, revisitados, bajo la luz intensa del comienzo del verano madrileño, que los hace un poco más queridos que antes.

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