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Un acto de fe

En 1973 el Rabinato israelí dictaminó que una tribu de etíopes negros,...

2 de enero de 2016 Por: Óscar López Pulecio

En 1973 el Rabinato israelí dictaminó que una tribu de etíopes negros, los falashas, presumiblemente descendientes de Menelik, el hijo que el Rey Salomón tuvo con la Reina de Saba, era una de las doce tribus de Israel perdida en lo profundo del África paupérrima y despótica. Profundamente religiosos, seguían el Pentateuco y algunas costumbres judías, la circuncisión, el sabath, los baños rituales, pero no conocían el Talmud ni se consideraban a sí mismos judíos. En 1984 el premier laborista Simon Peres consideró un obligación abrir las puertas de la Tierra Prometida a esos desamparados como se había hecho con todos los emigrantes judíos de diferentes nacionalidades que habían formado el Estado de Israel.La Operación Moisés se realizó en el mayor secreto. 7.000 falashas fueron llevados de Etiopía a Sudán para ser transportados por vía aérea a Tel Aviv, vía Bruselas. Cuando se supo, las tensiones entre los países árabes e Israel impidieron su continuación. En 1991, la Operación Salomón trajo en un puente aéreo sin precedentes los más de 14.000 Falashas restantes, resultado del pago de 35 millones de dólares al gobierno etíope que se caía a pedazos. Los nuevos ciudadanos israelíes en nada se parecían a quienes los acogían: otra raza, otra cultura, casi que otra religión, ninguna educación, agobiados por la desnutrición y la ignorancia. Seres primitivos que salían del medioevo africano a la civilización moderna.La integración de esa comunidad, que hoy tiene 135.000 miembros, a la sociedad israelita ha sido compleja, con adversidades y adversarios. Muchos de ellos se sienten marginados, haciendo oficios secundarios, reducidos a guetos y odiados por la Policía. Pero ese rescate monumental, que fue una decisión política voluntaria basada en la hermandad religiosa entre seres diversos, es uno de los grandes gestos humanitarios del Siglo XX. Un triunfo de la ética pública de una nación frente a los interminables inconvenientes prácticos de la integración racial, cultural, económica. En el fondo lo que unía a los falashas con los judíos Askenasis caucásicos, era que unos y otros eran seres humanos sobrevivientes de la guerra, de la opresión, de las hambrunas, rescatados por una idea libertaria: el sionismo.Es la lección que deberían aprender los muchos colombianos angustiados por el costo judicial, moral, económico, político de la integración de los guerrilleros a la vida cotidiana de la Nación. Acosados por los temores de convivir con personas que son de su misma raza, de su misma cultura, de su misma religión, de su misma pobreza secular, de sus mismos recursos inagotables para sobrevivir. Gentes que van a tener que reencontrarse con sus familias, buscar trabajo, construir un hogar. Gente como uno, que hace pensar que se gastan demasiadas energías en el montaje de los mecanismos que han de castigarlos por su rebelión y sus atrocidades que en los que son necesarios para su integración.Los comienzos de un año que va a ser definitivo en el paso de la guerra a la paz, al postconflicto, son días perfectos para citar un episodio como el de los falashas, el cual recuerda que no hay trabajo imposible para quien lo realiza y que la ética pública debería permitir abrir puertas por donde entren los rebeldes a nombre de la reconciliación y la integración, no cerrárselas en las narices a nombre de la justicia. Un acto de fe.

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