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Misa solemne

Misa dominical en la Catedral de Cusco. La enorme iglesia llena de fieles, todos ellos indígenas, sus rasgos cobrizos como tallados a cincel y una sumisión ancestral a los designios de la divinidad.

2 de octubre de 2020 Por: Óscar López Pulecio

Misa dominical en la Catedral de Cusco. La enorme iglesia llena de fieles, todos ellos indígenas, sus rasgos cobrizos como tallados a cincel y una sumisión ancestral a los designios de la divinidad, ahora encarnada en un dios ajeno. El obispo y sus concelebrantes, también indígenas,
disminuidos por el esplendor del edificio de tres pisos revestido de plata, proveniente de la montaña inagotable de Potosí, que es el altar mayor.

Afuera, la plaza mayor enmarcada por edificios coloniales y en el centro sobre una fuente el Inca. No un héroe particular de la lucha perdida frente al imperio español, sino la figura simbólica del Inca como gobernante del imperio desaparecido. En todas las plazas y parques de la antigua ciudad imperial hay monumentos incaicos. Ni rastro celebratorio del poderío español. Sin embargo, es imposible ignorar las moles imponentes de la Catedral y la iglesia de la Compañía, justo al lado; o las muchas iglesias y palacios barrocos construidos sobre los cimientos de piedra de los templos y palacios incaicos. Una cultura sobre otra, un dios sobre otro, una tradición sobre otra. Un poder dominante sobre otro derrotado, pero ambos vivos.

Sucede en todo el mundo y en todo sentido: la mezquita de Córdoba convertida en iglesia católica, Santa Sofía en Estambul, iglesia cristiana convertida en mezquita, ambas como resultados de procesos de conquista. Esos conquistadores españoles y otomanos eran implacables, impusieron su dominio a sangre y fuego, y lo mantuvieron con la religión y la obediencia civil. Crueles con las personas, pero incapaces de destruir los grandes monumentos de los vencidos, por imposibilidad física o admiración. Y el mundo sigue andando, inventando la prodigiosa mentira de la historia oficial donde los héroes de los unos son los villanos de los otros. Lo que queda sumando dioses y dominaciones, esclavitudes y liberaciones, miserias y riquezas, es la cultura.

Es un proceso de construcción, no exento de grandes dolores y renunciamientos. De renacimiento de cosas nuevas entre las cenizas. La violencia es la partera de la historia, decía Karl Marx, pero no todos los resultados de ese alumbramiento son violentos. Lo que nace de la conquista española en América somos nosotros. Como dijo Neruda de los conquistadores: “Se llevaron todo, nos dejaron todo, nos dejaron la palabra”. Pero también otras cosas que hemos ido recibiendo con beneficio de inventario. El balance no es tan terrible como quieren hacerlo ver los antropólogos que han inventado paraísos perdidos precolombinos.

La conquista española de América, un grupo minúsculo de renegados que derrumba imperios, se debió en buena parte a las propias divisiones internas de los indígenas. Pizarro triunfa gracias a la ayuda de los enemigos sojuzgados del Inca, cuyo imperio reciente es frágil. Cortés en México igual. No hay siempre un responsable blanco de mala calaña y una víctima indígena inocente. Es solo la vieja historia del poder y la ambición que se alían hasta con el diablo. En ese marco la historia de Sebastián de Belalcázar no tiene mayor importancia. Un campesino analfabeta, cruel con los indígenas y con sus pares que por ello termina sus días, con una sentencia de muerte del gobierno español sobre su cabeza. Ennoblecerlo ha sido tarea de romanos. No debería tener papel tan destacado en la misa solemne de la historia. De pronto se nos fue la mano.

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