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La monja y la cortesana

La una era una monja enclaustrada de la orden de San Jerónimo...

23 de abril de 2016 Por: Óscar López Pulecio

La una era una monja enclaustrada de la orden de San Jerónimo en un medio tan opresivo como el México virreinal del Siglo XVII. La otra, una cortesana con una clientela distinguida en la relajada Venecia del Siglo XVI. Ambas, sor Juana Inés de la Cruz y Verónica Franco, precursoras verdaderas de la liberación femenina, que en el fondo más que sexual es intelectual. Son ejemplos tempranos de que las mujeres no se liberan de sus yugos seculares a través de su cuerpo sino a través de su mente. Muy distintas las dos pero ambas poetisas, como se decía en español antes de que se impusiera el sustantivo masculino de ‘poetas’ a las mujeres que escriben poesía. Un anglicismo nacido del origen norteamericano del movimiento moderno de liberación femenina, puesto que en inglés por regla general el sustantivo es igual para lo masculino y lo femenino, y el género lo determina el sujeto (he o she). Gajes del igualitarismo radical. Poetisas de calidad y mujeres de armas tomar, no en combates abiertos sino en sutiles luchas de seducción. Octavio Paz dice en su ensayo sobre sor Juana Inés, las Trampas de la Fe, que fue ella una poetisa del Barroco mexicano sólo comparable en la historia de la literatura latinoamericana a Rubén Darío y que su poesía, que no era ni mística ni romántica, fue la elaboración intelectual de sus ideas a través del molde del Barroco. Hasta cuando al Arzobispo de México le pareció intolerable que una monja de clausura tuviera biblioteca propia, escribiera versos y la visitara con demasiada frecuencia doña María Luisa Manrique de Lara, la virreina. La mandó a callar, cosa que sor Juana obedeció. Verónica Franco era una especie de geisha veneciana. La lista de sus amantes es ilustrísima. El Duque de Mantua la protegía y cuando Enrique de Valois pasó por Venecia en su camino hacia París para ser coronado como Enrique III, se la llevó en su cortejo como su joya más preciada. Para satisfacción de los venecianos que la querían y la habían hecho suya, literalmente. Pero además, se carteaba con Montaigne, la había pintado Tintoretto y escribía versos de amor, con pleno conocimiento de la materia. Sus contemporáneos hablan de ella no como una gran belleza sino como una mujer culta y encantadora. Tuvo un final miserable: acusada por su marido de brujería ante la Santa Inquisición, salvada a última hora por sus clientes agradecidos, desapareció en el anonimato que generan los escándalos muy notorios. Para sor Juana, quien se había educado en la corte virreinal, el convento de clausura, con sus infinitas restricciones, fue el espacio para su liberación. La única manera que encontró para que una mujer mexicana del siglo XVII se realizara como escritora, puesto que para ella ni el matrimonio ni la soltería eran alternativas posibles. Para Verónica, todo lo contrario, su liberación venía del poder social y económico de sus amantes, que le permitían a ella, sin un centavo, realizar su vocación literaria. Ambas luchadoras, con las armas disponibles. Ambas derrotadas por la Iglesia Católica, para la cual la mujer perfecta es sumisa, virginal, asexuada, entronizada pero de segunda clase, y ambas triunfantes para la posteridad a través de la literatura, con obras que reflejan ese espíritu de liberación a través del intelecto, que ninguna fuerza puede detener. Hoy Sor Juana y Verónica hubieran sido grandes amigas.

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