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La libertad de los carceleros

En medio de la lluvia y del desorden, de los fatigantes ...

14 de diciembre de 2013 Por: Óscar López Pulecio

En medio de la lluvia y del desorden, de los fatigantes protocolos y los gritos de la muchedumbre, un instante resplandeciente que resumía toda la grandeza del acto: las palabras de Barack Obama, primer presidente negro de Estados Unidos de América, en memoria de Nelson Mandela, primer presidente negro de Sudáfrica. Fue un discurso memorable que recogía las luchas de la raza negra de uno y otro lado del mar, en los dos sitios donde habían triunfado, marcando el signo de los tiempos. Una saga que es como una herida abierta en la civilización occidental: el tráfico de esclavos de África a América, la sumisión de los africanos negros a la dominación europea en su propia tierra, la explotación inmisericorde del hombre por sus semejantes. Y luego, en Estados Unidos, la liberación de los esclavos y la ley de derechos civiles, bajo las sombras tutelares de Abraham Lincoln y Martin Luther King; y en Sudáfrica, el fin del apartheid, bajo la sombra tutelar de Nelson Mandela. Lo que hizo excepcional ese momento no fue solo la factura perfecta del discurso y la sobresaliente capacidad oratoria de Obama, sino principalmente el reconocimiento del hombre más importante del mundo, de que su presencia allí era resultado de todas esas luchas pero sobre todo de la más importante de ellas que hermanaba su trayectoria vital con la de Mandela: el triunfo de la democracia real, la verdadera aceptación de que todos los hombre son creados iguales y tienen derecho a las mismas oportunidades. En Sudáfrica, el apartheid fue un fenómeno contemporáneo, establecido oficialmente en 1949, pero que formalizaba a través de la segregación racial, siglos de opresión colonial; de la misma manera que la segregación racial en el sur de Estados Unidos, que terminó a mediados del Siglo XX, era la manera legal como se burlaba libertad de los esclavos, que había costado una guerra civil. En ambos lugares imperó hasta hace pocos decenios el infamante letrero de Whites Only, que cerraba a la gente de color restaurantes, iglesias, escuelas, hoteles, puestos de trabajo, cementerios. Segregados de la cuna a la tumba. Sólo el reconocimiento universal de que una sociedad no podía integrarse con dignidad al concierto de las naciones mientras en su seno existieran ciudadanos de segunda clase, hizo posible que ese letrero desapareciera. Y ese logro fue una suma de batallas, desafíos y sacrificios personales sin cuento. Como el de Nelson Mandela.Pero no fue Mandela un hombre de paz sino un combatiente. Su grandeza consiste en haber decidido en un momento crucial de la vida de su país, cuando la suerte de éste estaba en sus manos, entre la guerra civil y la paz, puesto que él tenía el control de las actividades terroristas, convencido como estaba de que la violencia solo responde a la violencia. Y con ese acto de reflexión, producto de la sabiduría aprendida en largos años de encierro, impuso una autoridad moral sin precedentes en nuestro tiempo. Hemos vuelto a ver las escenas dramáticas que precedieron a su elección presidencial en 1994, los atentados, los fraudes, el larguísimo conteo. Pero sobre todo la aceptación de su triunfo con un llamado a la reconciliación, que le granjeaba adversarios de lado y lado, pero que permitió el experimento formidable de una transición en paz hacia la democracia. Un acto inspirador que dejó escrito Barack Obama para la historia, al decir que no solo liberó a los oprimidos sino también a sus carceleros y les permitió seguir viviendo juntos, sin barrotes.

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