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Josefina, al Panteón

Su éxito nace del interés francés por el exotismo de la cultura africana, el auge del jazz y la sofisticación del art-deco. Jósephine, que es norteamericana y baila con los pasos del charlestón, termina por encarnar toda esa novedad.

5 de septiembre de 2021 Por: Óscar López Pulecio

La mujer con aires de pantera negra que en 1925 había conmocionado a París con su danza salvaje y su taparrabos de bananos, como salida del corazón de África, era la misma mujer madura, de gruesos anteojos, vestida con uniforme militar francés, la Legión de Honor en su pecho, que toma la palabra al pie del monumento a Lincoln en la Marcha sobre Washington organizada por Martin Luther King, jr. en agosto de 1963: Jósephine Baker.

Entre uno y otro episodio se ha convertido en un ícono internacional del mundo del entretenimiento, de la lucha por la libertad frente a la tiranía y de la integración racial. Entre baile y baile, con el exotismo y el erotismo de su pequeño cuerpo delgado, casi desnudo, que se contorsiona al ritmo del jazz, espía para la resistencia francesa; se niega a actuar en Estados Unidos, su país natal, ante auditorios no integrados; se casa cuatro veces y adopta doce hijos, la Tribu del Arcoíris, de diferente razas, religiones y países, un colombiano de la etnia wayú, entre ellos.

Ha nacido en Missouri, en el medio oeste, en el centro de la discriminación racial y en la mayor pobreza. Francia la adopta y llega a ser la mujer de color más rica el mundo, aunque generosa y extravagante vuelve a la pobreza. La rescata una compatriota suya convertida en princesa, Grace de Mónaco; muere en París, en su ley, en 1975 después de haber retornado con gran éxito a las tablas. Es toda una celebridad mundial, menos en Estados Unidos donde se la considera incómoda en el mundo del espectáculo, por su desafío a la discriminación racial. Pero es una heroína para los negros pobres del sur, de donde viene. Cuando Martin Luther King es asesinado, su esposa Loretta le ofrece la dirección del movimiento de los derechos civiles, que ella rechaza.

Su éxito nace del interés francés por el exotismo de la cultura africana, el auge del jazz y la sofisticación del art-deco. Jósephine, que es norteamericana y baila con los pasos del charlestón, termina por encarnar toda esa novedad. Aprende a cantar, y ya vestida de lentejuelas y enjoyada, llena los escenarios parisinos. La invitan a todas partes y el servicio de inteligencia francés la convierte en útil informante de los chismes que se cuentan en las embajadas. Es su castillo de Milandes en Dordoña, cuya administración la arruina, esconde familias judías de la persecución nazi. Una vida como una novela.

Descansaba de tantos afanes en el cementerio de Mónaco, cuando vuelve a la actualidad de una manera más sorprendente todavía. El gobierno francés decide que debe reposar en el Panteón de los hijos más ilustres de Francia en el corazón de París. Primera mujer negra en recibir semejante honor, y sexta mujer en entrar a ese recinto de los inmortales, a lado de nadie menos que Madame Curie, ambas nacidas en el extranjero, encarnando la esencia de la nacionalidad francesa. Un poco de no creerse.

El asunto habla de la generosidad del gobierno francés de Emmanuel Macron que acoge ese llamado popular, pero también del poder de los símbolos encarnados en personas de carne y hueso, llenas de debilidades y encantos, de todos los orígenes y oficios, que ascienden a un sitial casi sagrado en la imaginación popular. Esa mezcla extraña, fragante y perdurable que identifica a una persona con una multitud y conforma una nacionalidad. Otra lección para aprender.

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