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El último bastión

Todos tenemos un maestro inolvidable en nuestra memoria, que de manera fácil...

2 de julio de 2011 Por: Óscar López Pulecio

Todos tenemos un maestro inolvidable en nuestra memoria, que de manera fácil y amable nos mostró un camino. Pero aprender a enseñar es una disciplina compleja, cambiante, de difícil medición. De modo que la manera como se enfrenta el tema de la docencia es parte fundamental del proceso del conocimiento. Si el mundo tiende a valorar el conocimiento por encima de los demás factores de producción, el proceso de transmisión de ese conocimiento queda ubicado en el centro de la modernidad. Eso le devuelve al maestro, al profesor, un protagonismo que no había tenido desde la antigüedad. Y lo carga de nuevas responsabilidades, la principal de ellas entender el lenguaje con que habla el mundo moderno que es la informática y la cibernética, respetando el viejo ideal de la educación integral; de que se educa para la vida y no sólo para el trabajo.La Universidad del Valle reunió la semana pasada a un grupo de expertos en pedagogía para discutir cómo enfrentar la formación en nuestros días, cuyo tema central podría resumirse en el párrafo anterior, pero que es un asunto de muchas implicaciones. Una de ellas, que debe haber en toda sociedad un espacio para pensar con libertad sobre la ciencia y la cultura, y por supuesto sobre la pedagogía, que es la manera como se transmiten ambas, y que la universidad es el último bastión para realizar esa tarea. Y otra, en qué medida las políticas oficiales recogen el debate académico sobre pedagogía, o en qué medida se alejan de él, agobiadas por las certezas de los programas de gobierno que exigen el cumplimiento de estadísticas e indicadores. La contradicción es evidente. La política oficial asume el hecho de que el conocimiento es un factor de producción prioritario, pero resuelve esa necesidad orientando sus esfuerzos al fortalecimiento de la educación técnica y tecnológica, y a la investigación en ciencia y tecnología. Es decir reconoce la existencia de un nuevo lenguaje educativo, pero no de su contenido. Alejandro Álvarez, profesor de la Universidad Pedagógica Nacional, decía que la universidad debe tener la capacidad para tomar distancia del presente, porque lo que tiene de específico es la construcción de lugares para pensar distinto, y por tanto las exigencias oficiales sobre oferta técnica y tecnológica, sobre aumento de cobertura, sobre revisión de currículos sobre la base de evaluaciones del último semestre, deben ser analizadas desde una perspectiva de futuro. La universidad no tiene por qué acomodarse automáticamente a esa lógica de competitividad, conocimiento de punta, educación por competencias, sino colocar el debate pedagógico en su verdadera dimensión: recuperar su papel de formación de una élite que guíe a la Nación, en todas las disciplinas del saber. En ese proceso la autonomía universitaria se vuelve un obstáculo incómodo para la efectividad de las políticas, porque se quiere que todo el debate académico se dé por surtido en los despachos oficiales. Un debate que es político en su esencia, porque implica la discusión sobre la educación que queremos para los ciudadanos, y no podría imaginarse un asunto que tuviera que ser más participativo. Sobra decir que en la reunión flotaba el fantasma del proyecto de ley de reforma de la Ley 30 de 1992, orgánica de la educación superior en Colombia, con una concepción tan instrumental de la educación, que bien valdría la pena que sus autores escucharan de los maestros lo que tienen que decir sobre la ciencia de la enseñanza, como en la antigüedad.

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