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Dominium mundi

Cerradas las puertas del poder mundano, refugiados en el Vaticano, a los Papas no les quedó otro dominio que el de la intimidad de las personas, fieles indefensos ante ese poder de condenación eterna.

5 de octubre de 2018 Por: Óscar López Pulecio

Descalzo, con una capa de peregrino por abrigo, en medio de la nieve de ese invierno del año del Señor de 1075, Enrique IV emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, completaba tres días a las puertas del castillo de Canossa en Italia, esperando a que su santidad Gregorio VII levantara la excomunión que había caído sobre su alma por haber desafiado su autoridad en el tema de la investidura de los clérigos que eran a su vez señores feudales.

También descalzo, con túnica de penitente, Enrique II de Inglaterra llega a la Catedral de Canterbury a pedir perdón por el asesinato de Thomas Becket, el arzobispo de la diócesis, su antiguo amigo, que él había ordenado. Es el 29 de diciembre de 1170 y con ese acto de expiación buscaba salvar su alma del pecado de desafiar a la Iglesia de Roma.

Esos dos actos separados por un siglo son la más clara demostración de que al comienzo del primer milenio de nuestra era, el poder terrenal absoluto, el dominiun mundi, recaía sobre el Papa y su Iglesia, fuente de legitimidad para los soberanos reinantes, en nombre de Dios, y dispensadora de pasaportes para la vida eterna.

Pero ya para el Siglo XIV ese poder se había invertido y eran los reyes quienes sentaban a los Papas en el trono de San Pedro. De 1309 a 1377 los reyes de Francia secuestran al papado en Aviñón y lo ponen a su servicio.

En 1517 Martín Lutero desencadena la Reforma Protestante y en 1533 Enrique VIII de Inglaterra se declara cabeza de la Iglesia Anglicana, ambas exitosas rebeliones civiles contra la autoridad papal. Para entonces la excomunión, el garrote del Papa, ha perdido su efecto.

Los estados nacionales europeos se crean contra Roma o con el apoyo de Roma, pero con Roma a su servicio. La religión católica convertida en España en una política de identidad nacional, implacable, cruel, dogmática, contra los judíos y los musulmanes; en Francia, contra los Hugonotes. O el rechazo a la autoridad papal en Inglaterra, Alemania, Suiza, que unifica al mundo político.  En todos los casos, los administradores de Dios al servicio del poder terrenal. Y luego llegan, como enviados por el diablo, la Ilustración y el Estado laico.

Cerradas las puertas del poder mundano, refugiados en el Vaticano, a los Papas no les quedó otro dominio que el de la intimidad de las personas, fieles indefensos ante ese poder de condenación eterna.

Vale decir que lo ejercieron con eficacia. Inmiscuidos en la legislación de familia, que prohibía el divorcio y el aborto, y limitaba los derechos de la mujer y los hijos naturales; dueños de la educación, que legitimaba a los poderosos y hacía de la obediencia una virtud; administradores de la caridad, que escondía las vergüenzas de los orfanatos y desconfiaba de los avances científicos en los hospitales; y dueños de la moral, árbitros supremos del comportamiento social, que escondía conductas escandalosas.

Y ese edificio majestuoso, poderoso, intimidante, que explica casi todo lo bueno y lo malo de la civilización occidental, a punto de quedarse como un cascarón vacío porque el último espacio de su colonización espiritual tan arraigada al poder terrenal, que era la conciencia de sus fieles, se le cierra ahora de un portazo.

Una ética social que reemplaza la moral católica, un Estado laico y un ciudadano empoderado, que no le teme al infierno, que quizás no exista. No hay en el mundo de hoy una pérdida de poder más grande que esta.

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