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Cenizas al viento

Tres mil años después, las barcazas remontan el Nilo mientras en sus...

23 de marzo de 2013 Por: Óscar López Pulecio

Tres mil años después, las barcazas remontan el Nilo mientras en sus orillas los campesinos se descubren en silencio ante la magnitud del cortejo: las momias de los faraones que hacen un viaje más en el mundo de los vivos, del Valle de los Reyes al Museo de El Cairo. Los dioses de antaño convertidos en curiosidades históricas. Y es que no hay nada más inesperado que el destino de las momias. Pero tampoco nada más persistente que el intento de una criatura frágil y fugaz como el hombre, de tratar de vencer a la muerte mediante la conservación del cuerpo que una vez albergó la vida. Todavía hay que hacer fila para entrar al mausoleo de Lenin en la Plaza Roja de Moscú, y al de Mao Zedong, en la Plaza Tianamen en Beijin, aunque no muy larga. En el centro de ambos edificios aún pueden verse en la penumbra los rostros de esos faraones de hoy, que son como figuras de cera descoloridas por el tiempo. Otra momia, la de Stalin, cayó en desgracia y fue a dar a un cementerio ignoto. Antiguas civilizaciones como la Egipcia y la China, con su respeto absoluto por los ancestros y su creencia en la vida eterna individual, hicieron de los cementerios y de la momificación parte central de sus vidas. En vano. Todo el menaje fastuoso del Tutankamon, el tesoro más grande jamás descubierto, fue a dar al Museo del Cairo. Las perlas de la Emperatriz Viuda, una vez saqueada su tumba por el Kuomitang, fueron a dar al bello cuello de la esposa de Chiang Kai-shek. Los guerreros de terracota aun custodian la tumba no descubierta del emperador Quin Shi Huang, quien buscó en el mercurio la fórmula de la inmortalidad, pero no conocerá reposo porque algún día será abierta para maravilla de quienes aman los inframundos.Las momias de todos esos grandes gobernantes, cabezas de imperios que iban a durar mil años, andan por ahí sometidas a los avatares de la política y del turismo. Qué decir de los de las naciones cuyos poderosos van y vienen al vaivén de los huracanes. El sepulcro de Napoleón o el de Simón Bolívar, profanados por los científicos que todavía buscan la causa de su muerte, cuando todo el mundo sabe que fue la amargura de la derrota Y el máximo símbolo de la necrodemocracia: Evita Perón, que ha viajado muerta tanto como lo hizo en vida, y a veces con similar pompa. Hoy reposa bajo pesados bloques de concreto en La Chacarita en Buenos Aires, pero con ella nunca se sabe. Y ahora Hugo Chavez, paseado como Felipe el Hermoso por la calles de Caracas para que su funeral, tan largo, alcance al menos hasta la víspera de las elecciones presidenciales. Otra civilización muy antigua, la hindú, que cree que el alma del individuo se funde con el alma del universo, descree de la utilidad del cuerpo después de la muerte y lo incinera. Es un fuego purificador que les escamotea el festín a los gusanos y deja, de humildes y poderosos, un puñado de polvo para lanzarlo al viento. Es la ceremonia fúnebre más perfecta, aceptada con reticencia por el catolicismo, que deberían utilizar los gobernantes si creen que la memoria de sus obras va ser superior a la devoción por su envoltura corporal. En el monasterio de El Escorial, construido por Felipe II, aun puede verse el tesoro más preciado del Emperador: sus muchos relicarios de oro, plata y piedras preciosas, que guardan huesos de los santos de su devoción, que en su tiempo costaron un Potosí. A la hoguera deberían ir todos ellos, para que se sepa que no hicieron ni hacen milagros, como aun creen algunos de las momias de los políticos.

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