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Carga de profundidad

Al final se terminó por donde se debería haber empezado. Así puede...

9 de julio de 2011 Por: Óscar López Pulecio

Al final se terminó por donde se debería haber empezado. Así puede resumirse hasta ahora el gran debate que ha suscitado la propuesta gubernamental de reforma de la Ley 30 de 1992, orgánica de la educación superior en Colombia, que ha tenido en estado de ebullición a las comunidades académicas en los últimos meses. Ebullición ardiente pero contenida, activa pero pacífica; ejemplo de manejo responsable de una protesta social, que es el derecho inalienable de los ciudadanos a expresar lo que no les parece. Un documento breve y sustancioso, dividido en capítulos y versículos, como la Biblia y el Corán, aprobado por el Consejo Nacional de Rectores de la Asociación Colombiana de Universidades, Ascun, y el pleno de rectores de las universidades públicas, SUE, sienta las bases de lo que debería haber sido esa discusión y es, con todo y su sabia redacción, una carga de profundidad contra el proyecto presentado. Entre las muchas cosas que dice hay cuatro que son fundamentales: la primera, que la autonomía universitaria, ese derecho centenario a darse su propio gobierno para garantizar la independencia del saber, se predica sólo para las universidades, no para el conjunto de instituciones de educación superior; lo segundo, que debe haber una clara diferenciación entre los distintos tipos de instituciones de educación superior, como garantía para que cada una pueda cumplir sus funciones adecuadamente; lo tercero, que es inconveniente la presencia de empresas con ánimo de lucro como prestadoras del servicio público de educación superior; y lo cuarto, que la financiación de las universidades públicas debe ser estatal y en el monto suficiente para que puedan cumplir con su misión formativa. Elaborado como una declaración de principios que recoge las conclusiones de un debate nacional, esos cuatro puntos son un rechazo frontal a los cuatro pilares que sostienen la iniciativa gubernamental: el otorgamiento de la autonomía universitaria a todas las instituciones del sistema; la facultad para que todas ellas puedan ofrecer programas a todos los niveles académicos; el establecimiento de instituciones de educación superior con ánimo de lucro; y el financiamiento inercial de las universidades públicas. No en vano la conclusión de toda esa discusión es que “Es necesaria la formulación de una nueva propuesta, con participación real de los actores del sector, obligación que también tiene el Estado por ordenamiento constitucional”. Mejor dicho a barajar de nuevo.El documento fue entregado a la Ministra de Educación Nacional hace una semana y dio pie a la instalación de una mesa de concertación entre las universidades públicas y privadas, y el Gobierno Nacional, con miras a la eventual presentación de un proyecto de ley a la legislatura que comienza el 20 de julio. El asunto no parece nada fácil si lo que se pide es comenzar a discutir desde el principio, que es lo razonable. Contra los afanes oficiales conspiran las vacaciones; la posibilidad de otra movilización masiva de las comunidades universitarias, en vísperas electorales; y por supuesto, la autoridad de los rectores, quienes exigen un análisis mesurado que lleve a una ley que ordene y actualice el sector, no que lo destroce dentro de una lógica de mercado, que está recogiendo sus velas en todas partes. El tío Baltasar, que no es profesor pero opina sobre temas académicos como si lo fuera, dice, para salvar lo salvable, que el tema de la educación superior se puso en un lugar prominente de la agenda pública, pero en el lugar equivocado.

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