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Cuando el noveno Marqués de Queensberry dejó con el portero del club Albemarle en Londres, donde Oscar Wilde cenaba con frecuencia, su tarjeta de visita donde había escrito:

7 de agosto de 2020 Por: Óscar López Pulecio

Cuando el noveno Marqués de Queensberry dejó con el portero del club Albemarle en Londres, donde Oscar Wilde cenaba con frecuencia, su tarjeta de visita donde había escrito “para Oscar Wilde, quien posa de sodomita”, buscaba según su mejor estilo desafiar al escritor ya para entonces, 1895, famoso internacionalmente. El Marqués, perteneciente a una antigua familia escocesa, de reconocida irascibilidad y brutalidad con los suyos, había establecido las reglas básicas del boxeo, que aún perduran, pero no había tenido suerte con sus hijos.

Su heredero el Vizconde Drumlanrig se había suicidado luego de conocerse su aparente relación homosexual con nadie menos que el Primer Ministro de Reino, el quinto Conde de Rosebery. Y ahora su hijo menor, el apuesto Lord Alfred Douglas, era notoriamente el amante de Wilde, quien había dejado por él a su esposa Constance y a sus dos hijos. Una celebridad a su manera, el iracundo Marqués pensaba que acusar públicamente a Wilde de lo que todo el mundo sabía, lo llevaría al ostracismo social, puesto que las relaciones homosexuales consentidas entre adultos eran una ofensa criminal en Inglaterra y lo siguieron siendo hasta los años sesenta del Siglo XX.
Wilde, a la sazón el autor de moda, pensaba que su prestigio artístico y la posición social al que lo había llevado, lo colocaba por encima de la ley, que nadie se atrevería a enjuiciarlo y que tenía todo el derecho a defender su reputación, que él consideraba intachable. Contra el consejo de sus amigos y abogados, y presionado por Lord Alfred que odiaba a su padre, decide entablar una demanda por injuria y calumnia contra el Marqués.
Fue como entregarse a los leones. El Marqués demostró con testimonios de los amigos que Wilde se procuraba en los bajos fondos, sus relaciones homosexuales, lo cual dejaba sin piso la demanda por cuanto lo que decía el Marqués resultaba cierto. La corte criminal de Old Bailey declaró inocente al Marqués, condenó a Wilde a las costas del juicio, lo cual lo llevó a la bancarrota e inició de oficio a nombre de la Corona un proceso por grave indecencia contra Wilde. Nadie cuestionó la justicia de la decisión, ajustada a la ley, aunque si su crueldad con tan refinado y conocido miembro de la comunidad. Wilde se defendió como si estuviera en una reunión literaria del Trinity College de Dublín, o de Oxford, donde había estudiado. Ante la inminencia de la condena se negó a huir a Francia donde la homosexualidad había sido despenalizada desde la Revolución. Fue condenado a dos años de cárcel y trabajos forzados que acabaron con su salud y su vida. Murió en 1900, en París, a los 46 años, en la mayor pobreza.
Así que la historia de las demandas judiciales que se vuelven contra quien las inicia, confiado en su poder o en su influencia, no son nuevas. Suponen, sin embargo, un cierto sentido de inmunidad contra los adversarios, por subestimarlos o por considerarse de alguna manera por encima de la ley. Es un riesgo peligroso porque las reglas de juego de las sociedades democráticas son que la ley es para todos, que los hechos pueden volverse en contra de quien acusa y que las sentencias deben ser imparciales, sustentadas, inobjetables, respetando las instancias, los procedimientos y las garantías. El abogado defensor de Wilde le hizo jurar como condición para su defensa que lo que decía el Marqués no era cierto. El juró.

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