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Bastardías

Al pueblo soberano hay que preguntarle, pero no mucho. Para eso son...

3 de diciembre de 2016 Por: Óscar López Pulecio

Al pueblo soberano hay que preguntarle, pero no mucho. Para eso son las elecciones. El ideal democrático es que ese pueblo soberano escoja a sus ciudadanos más calificados, de todos los orígenes e ideologías, los cuales forman un Congreso o Parlamento que decida esos asuntos engorrosos de la administración pública. Es lo que se llama democracia representativa. Pero el desprestigio de los políticos, la pesadez de las maquinarias partidistas, ha llevado a que se establezcan otros mecanismos para preguntarles a los ciudadanos sus opiniones: las consultas populares, los referendos, los plebiscitos y las constituyentes. Es lo que se llama la democracia participativa. La experiencia universal indica que lo mejor no es usarlos demasiado. O para decirlo de otra manera, ningún político sensato debería utilizarlos a no ser que este absolutamente seguro de que le van decir que sí. O mejor aún, la utilización de esos mecanismos extraordinarios debería estar limitada a los gobernantes que no están seguros de su apoyo parlamentario y utilizan al pueblo soberano para fortalecerse. No tiene pies ni cabeza que un gobierno con mayorías parlamentarias acuda a ellos cuando quiere sacar adelante un proyecto legislativo, porque un revés puede llevarlo a la deslegitimación de sus propias mayorías, que es lo que está pasando hoy en Colombia. Quienes defienden el sistema plebiscitario deberían leer con cuidado la biografía de su principal beneficiario y su principal víctima: el general Charles De Gaulle. Llegó al poder en 1958 y convocó el referéndum que estableció la V República el cual le dio un poder absoluto. Lo ejerció de nuevo en 1961 y 1962 para solucionar el tema de la independencia de Argelia y la reforma a la elección presidencial, al no contar con las mayorías parlamentarias, ganándolos. Y perdió el de 1969 sobre descentralización, lo que llevó a su dimisión. Para él, el Referendo era la manera de estar seguro del apoyo de la gente, en un gobierno de siete años, contra el Parlamento que juzgaba el procedimiento napoleónico y autocrático. La derrota del plebiscito sobre el acuerdo de paz en Colombia, lanzado por un Gobierno con seguras mayorías parlamentarias, ha llevado a la deslegitimación de esas mayorías por la oposición política minoritaria que tiene sólo el 14% del Congreso y 20% del Senado. Ahora resulta que el Congreso, donde la coalición de Gobierno tiene más del 80% de los votos no representa a las mayorías nacionales porque no coinciden con la proporción de los votos con que se perdió el plebiscito. Ni puede ese Congreso validar un nuevo acuerdo de paz con las guerrillas de las Farc, que es un hecho político y no jurídico, como lo era el mismo plebiscito según la sentencia de la Corte Constitucional. El Presidente de la República ha dicho lo correcto: que el Congreso representa a las mayorías nacionales con su variopinta procedencia y es en ese escenario donde debe ejecutarse jurídicamente lo acordado en el nuevo acuerdo de paz, después de refrendarlo en un acto político soberano como máximo representante del pueblo. Y que la oposición haga lo que se supone que debe hacer: oponerse, sin descalificar todos los escenarios, que es de paso una manera de deslegitimarse a sí misma. Dice el tío Baltasar que la derrota del plebiscito no convierte en bastardo al Congreso, sino al contrario su legitimidad es la tabla salvadora de la paz.

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