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A grandes males

La convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente en Colombia es una necesidad a la que no le ha llegado su hora.

24 de enero de 2020 Por: Óscar López Pulecio

La convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente en Colombia es una necesidad a la que no le ha llegado su hora. Pero no parece haber otro camino para enderezar tanto entuerto, puesto que todos los problemas por resolver están en manos de quienes se benefician de ellos, desde los parlamentarios y los funcionarios a los jueces, de modo que cualquier intento de auto reforma está condenado al fracaso.

Pero las dos condiciones indispensables para sacar adelante una Asamblea Nacional Constituyente no existen actualmente: unas mayorías parlamentarias que estén de acuerdo con el procedimiento y un apoyo popular a la iniciativa, que debe ser aprobada por la tercera parte del censo electoral, que es hoy de 36,6 millones de ciudadanos. Y no existen porque la idea ha sido secuestrada por los extremos políticos, el Centro Democrático y las Farc, ambos grupos minoritarios a los cuales se les atribuye una agenda oculta: habilitar una nueva presidencia de Álvaro Uribe Vélez o establecer la dictadura del proletariado, respectivamente.

Con el elemento adicional, de que dado el tiempo que se toma la convocatoria, la elección, el debate y la expedición de una nueva Constitución, el asunto sólo puede ser abordado por un gobierno recién inaugurado, que lo haya tenido como punto central de su campaña y que haya logrado sembrar la semilla entre el electorado y la representación política. Proponerlo para solucionar la crisis de gobernabilidad de un gobierno en ejercicio no tiene ningún sentido. Crea un revolcón político mayor que el que busca solucionar y se le va el período en el intento.

Lo cual no quiere decir que no haya que hacerla. Si se hace un listado de las cosas que hay que cambiar en Colombia para que haya un mejor funcionamiento del Estado, todas ellas implican un cambio constitucional de magnitud. Un sistema político más trasparente, más representativo, en el cual el Senado represente a todas las regiones de la Nación y la Cámara a los electores; una relación más directa entre la elección parlamentaria y la presidencial que impida un gobierno de minorías, una revisión del presidencialismo, que hace agua, hacia un régimen semiparlamentario; la supresión de las funciones electorales de los magistrados en los organismos de control, la revisión de esos organismos en su número y su fragmentación regional; volver efectivos los mecanismos de participación ciudadana, plebiscitos, referéndums, consultas, cuya aplicación es hoy virtualmente imposible; hacer real la descentralización y el desarrollo regional, otra letra escrita de la actual Constitución. En fin, lo que permita que el Gobierno, el Congreso y la Justicia funcionen como es debido.

Lo interesante de la idea es que como no existe un grupo político tan poderoso electoralmente como para imponer un modelo de país, la Constitución resultante sería un acuerdo sobre lo fundamental de todas las fuerzas políticas. No lo deseable sino lo posible, que es la definición de la política. Y de la gobernabilidad.

El tío Baltasar se conmueve cuando oye la defensa que se hace de la Constitución de 1991, como si fuera intocable, y recuerda que ha sido modificada 41 veces. Se pregunta si no habrá llegado el tiempo de convertir esa colcha de retazos en un todo coherente que se acomode al país del Siglo XXI y si no habrá un líder político que entienda que ese es el gran remedio que requiere nuestros grandes males.

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