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Los ricos están tristes

La insatisfacción se ha tomado al mundo. Una reciente encuesta del Pew Research Center de Estados Unidos arroja datos preocupantes.

1 de marzo de 2019 Por: Muni Jensen

La insatisfacción se ha tomado al mundo. Una reciente encuesta del Pew Research Center de Estados Unidos arroja datos preocupantes. La ansiedad y la depresión invadieron a la juventud convirtiéndose en el principal problema que enfrentan los estudiantes por encima de las drogas, el alcohol, el matoneo, y la propia pobreza. La presión por la excelencia académica, la apariencia física y el talento atlético es la gran sombra que apaga el entusiasmo de los años escolares. El miedo al futuro, la angustia por encontrar el éxito y la desconexión con los padres contribuyen a una epidemia de inconformidad, justo en el momento donde los números muestran grandes avances en calidad de educación, paridad de género e ingresos. Pero lo curioso es que la mala salud mental no se limita a los más ricos. Las familias con ingresos bajos también reportan las mismas cifras de infelicidad, de aburrimiento constante (49 %), tensión diaria (45 %) y problemas con los amigos (41 %). Las cifras asustan: uno de cada seis muchachos entre los 10 y 19 años en el mundo sufre de depresión.

Este mal no es un fenómeno moderno. Si se hubieran hecho diagnósticos, entre los deprimidos estarían Abraham Lincoln, Dante, Freud, Kafka y Buddha entre otros. En el pasado a las personas con problemas de salud mental se les consideraba poseídos por el demonio y eran expulsados de sus comunidades. Hoy hay más consciencia y menos ostracismo, pero mucho más volumen: la Organización Mundial de la Salud estima que 300 millones de personas, principalmente mujeres, la padecen. Y que es la décima causa de muerte en el mundo, de la que algunos prefieren no hablar.

Entre los supuestos triunfadores, el mal está muy presente. Hace poco el New York Times publicó un estudio del periodista Charles Duhigg titulado ‘Rico, exitoso e infeliz’, en el que el autor narra su experiencia durante una reunión de exalumnos de Harvard en la que se sorprendió con lo aburridos y frustrados que estaban sus compañeros, todos muy ricos, todos con cargos importantes, todos llenos de logros. El común denominador que encontró el autor fue la falta de realización personal y de significado de sus vidas. El estrés, la obsesión por las metas, el miedo al fracaso y la tensión familiar opacaban el inmenso privilegio de la educación y del éxito. En un mundo en el que los investigadores tienen tantas formas de mejorar el clima de trabajo con oficinas rediseñadas y programas para los empleados, la ironía es que la infelicidad parece proporcional a los ingresos.

En medio de estas malas noticias es tentador culpar a la tecnología, las redes sociales, la política fracturada y el derrumbamiento de las instituciones religiosas. Resulta fácil concluir que la ansiedad de los niños se debe a las horas de uso de sus teléfonos, que las tasas de depresión son por una vida espiritual vacía, y que los ricos están aburridos por superficiales y egoístas. Si eso fuera tan cierto, decomisar los teléfonos, y volver obligatoria la oración y regular la filantropía sería la solución universal. Hoy, aunque no están claras las causas sociales, genéticas o neurológicas, existen múltiples tratamientos y métodos para contrarrestarla individualmente, desde la medicina hasta la terapia, mayor interacción familiar, más amigos, más deporte y aire libre y la búsqueda de un propósito y un valor para la vida. Al derrumbar las barreras sociales y tocar los temas de la salud emocional en familia, en la mesa del comedor, en las escuelas y asociaciones de padres, quitando la vergüenza y los tabúes, se pueden construir diálogos útiles. Como fenómeno de salud mundial, es un reto demográfico y político, donde no hay suficientes programas efectivos.

¿Qué pueden hacer los gobiernos para enfrentar este fenómeno? Si estas cifras se aplicaran a una enfermedad viral, a una epidemia o zancudo venenoso, se tratarían con agresivas políticas públicas y campañas de prevención y tratamiento. Paradójicamente son los jóvenes, que la sufren en cifras crecientes y que tienen menos miedo de admitirlo, quienes quizás puedan generar el diálogo y la búsqueda de soluciones colectivas y sin estigma, que se conviertan en programas exitosos de salud pública.

Sigue en Twitter @Muni_Jensen