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Lecciones soviéticas

El legado real es la posibilidad de los pueblos de tener libertad para empezar una empresa, hablar por radio, expresar diferencias sin violencia, exigir igualdad, condenar el racismo, viajar, ir al trabajo sin riesgos, y votar por sus gobernantes.

19 de noviembre de 2021 Por: Muni Jensen

Hace treinta años cayó la Unión Soviética. El principio del fin fue en agosto de 1991, cuando un grupo de extremistas, militares y civiles intentaron derrocar a Mikhail Gorbachev, entonces Secretario General del partido comunista que planteaba una agenda reformista. El grupo se opuso a las políticas de apertura implementadas por el presidente y al cambio de rumbo frente al control de los países de Europa del Este. El intento de golpe no fue exitoso, y al final resultó en el colapso del bloque unos meses más tarde, y en la creación de 15 repúblicas. Ese diciembre se celebraron elecciones en Rusia y asumió Boris Yeltsin, otro reformista. El país dio una vuelta, pero nadie adivinó el impacto de esos hechos en el mundo entero.

Los cambios fueron profundos y duraderos. En primer lugar, se marcó en esa fecha el fin de la Guerra Fría que partió en dos el mundo de la posguerra. La amenaza de un ataque nuclear inminente empezó a ceder, y la geopolítica dio un giro en tierras tan lejanas como Cuba, que se quedó sin dinero y sin padrino. Los países protegidos se vieron obligados a crear un nuevo espacio en el mundo y nuevas propuestas internas. En Europa del Este, recién caído el Muro de Berlín se abrió el abanico político y aparecieron la liberalización económica y la creación de nuevos partidos políticos. En la batalla global entre el comunismo y el capitalismo, ganó el segundo, y la economía de mercado se convirtió en el modelo predominante. La apertura económica generó desconcierto y oportunidades, nuevas industrias y nuevas oportunidades, abundancia y variedad, privatización y prosperidad, sin lograr hasta el día de hoy resolver la inequidad. Todavía es tema de debate político y de batallas electorales.

De un mundo bipolar, nació la hegemonía de Estados Unidos como único poder. El modelo americano con sus marcas y su expansiva oferta se volvió predominante. No en vano el McDonald’s de Moscú también cumple treinta años en estos días. A pesar de los aspectos disfuncionales del sistema, los principios de propiedad privada, libertad de expresión y apertura ideológica, mil veces preferibles a la alternativa de censura y hermetismo, se convirtieron en la norma a seguir. El poder absoluto de EE.UU. duró varios años, hasta una China expansionista y Rusia reencauchada.

El colapso soviético significó el fin de un imperio y la fractura de una plataforma política. De esas cenizas apareció la figura de Vladímir Putin, empeñado en recuperar la grandeza de su pueblo. Su mandato de veinte años está construido sobre la gloria del pasado, y su modelo de gobierno oportunista y represivo ha logrado mantener el poder político y militar al tiempo que su economía se desmorona. Mediante alianzas oportunistas con China, acercamientos estratégicos con Europa, conquistas territoriales como Crimea, e incluso más ambiciosas en el Ártico y en el espacio, ha mantenido el espejismo. El poderoso aparato de ciberespionaje lo mantiene como una de las principales amenazas para occidente. La autocracia le permite silenciar a sus detractores. La Rusia derrotada es más débil, pero cada vez más peligrosa.

Mirar atrás treinta años es útil para ganar perspectiva. Para empezar, una generación de votantes alrededor del mundo no recuerda la Guerra Fría, ni la caída del muro de Berlín ni la Cortina de Hierro. Hoy el comunismo es palabra de moda, tanto como las camisetas del Ché. En Rusia no hay prensa libre ni espacio para la oposición, ni elecciones ni siquiera partidos. El legado real sería la posibilidad de los pueblos de tener libertad para empezar una empresa, hablar por radio, expresar diferencias sin violencia, exigir igualdad, condenar el racismo, viajar, ir al trabajo sin riesgos, y votar por sus gobernantes.

Sigue en Twitter @Muni_Jensen