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Zuluaga, el obediente

Hace poco estuve en una reunión donde un columnista de anteojos opinaba...

30 de octubre de 2013 Por: Melba Escobar

Hace poco estuve en una reunión donde un columnista de anteojos opinaba que el gobierno actual “se muere de nada”, mientras Uribe acapara los medios de comunicación, dedicados a cubrir las peleas entre precandidatos, sus movimientos, sus listas, su convención, la elección y más recientemente, las propuestas de su candidato electo. Uribe marca el ritmo de los titulares políticos, calienta el debate en la radio y moviliza la opinión pública a través de twitter. Y, mientras tanto, el gobierno se muere de nada. El candidato Óscar Iván Zuluaga, más allá de los comentarios sobre su peinado, sobre su falta de carisma, o lo poco que se le conoce en el país, es caldense (¡no bogotano!) de clase media, no es apellido Santos Calderón, no pertenece a una familia centenaria de presidentes, todo lo cual juega a su favor. Por otro lado, ha sido un buen funcionario público, algunos opinan que es brillante y, sin embargo, sale con una consigna que hace dudar sobre su inteligencia al prometer lealtad y obediencia al expresidente Uribe Vélez. Entonces dice uno, ¿para qué preguntarse por las cualidades del candidato, para qué pensar si es hábil, competente, preparado y honesto, para qué si al fin y al cabo va a ser Uribe quien gobierne por interpuesta persona? Uribe, como un caudillo, se cierne como marca registrada apareciendo en el tarjetón y movilizando a las masas tanto para la lista en el Congreso como para la Presidencia. Si algo nos ha perjudicado en América Latina son los caudillos y las marcas registradas que en lugar de dejar la institucionalidad robustecida, a su paso dejan solo su nombre tallado en piedra sobre las edificaciones del Estado, que en su ausencia colapsan. No se gobierna con nombres, ni en nombre de terceros, se gobierna con programas y proyectos, con política pública y gestión responsable, con la búsqueda de un equilibrio entre poderes constitucionales. La buena gestión de un gobierno, no debería medirse en los cuatro años de mandato sino en los cuatro, quince o veinte siguientes. Buen presidente debería ser aquel que deja el país en orden, para que funcione igual o mejor de lo que funcionaba, una vez se haya retirado del poder. Esa lógica de “si no estoy yo, nada funciona” es una distorsión perversa de la gestión pública, pues donde hay institucionalidad firme y robusta, las personas son eso, personas, y no por su ausencia se va a venir todo a pique. ¿A ver si en Suiza o Dinamarca, se alza un caudillo con esa absoluta convicción de que “él y solo él” puede ordenar la casa? No, eso pasa en es en las republiquetas donde todos gritamos consignas, como hinchas en el estadio, lanzamos piedras y escupitajos en nombre del caudillo o le prendemos velones como si fuese una especie de santidad, sin poder ver los matices de aquello que hizo bien e hizo mal. El punto es que la discusión no puede seguir siendo Uribe, su nombre, su foto, su ruana, su carriel, sus vaquitas, sus finquitas, su yo no sé qué, si no qué políticas funcionaron y cuáles no. Ojalá pudiéramos tener de presidente a alguien que no este tan enamorado de sí mismo como para creerse el salvador de la nación, a alguien que no sea un seguidor fanático y fundamentalista del supuesto salvador como para prometer ciega obediencia, a alguien con criterio propio, que defienda la institucionalidad y la democracia, que piense por sí mismo y sepa rodearse bien. Alguien que sepa decir: “Cuando yo me vaya, todo va a estar igual de bien, o incluso, mejor”.