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Postal desde la frontera

Atravesar el puente que nos separa del vecino país es como entrar al Pascual Guerrero un día de clásico. Ver el equipaje de la gente evidencia que no son viajeros ocasionales, muchos de ellos están de trasteo.

8 de mayo de 2018 Por: Melba Escobar

Atravesar el puente que nos separa del vecino país es como entrar al Pascual Guerrero un día de clásico. Ver el equipaje de la gente evidencia que no son viajeros ocasionales, muchos de ellos están de trasteo.
Familias con niños, bebés que lloran, hombres, en su mayoría menores de treinta años, hacen pensar que todo aquel con fuerza suficiente en las piernas se está dando a la fuga.

A este lado los espera un letrero ‘Bienvenido a Colombia’, que no siempre se cumple en la práctica, pues muchos han sido robados, estafados y violentados por nacionales. Pero lo cierto es que esta no es una película de buenos y malos. Buenos y malos ha habido siempre y en todas partes. El tiempo presente y la frontera con Venezuela no van a ser una excepción. Y, sin embargo, la gente dice otra cosa. Quienes viven en La Parada, corregimiento fronterizo, dicen que se nos está entrando el hampa, que están desocupando las cárceles para mandarnos a los criminales.

Es cierto que han entrado delincuentes. Pero también es cierto que viene mucha gente desesperada buscando salvarse de un país agonizante. “Allá ya no queda nadie. Allá ya solo va a quedar Maduro”, dice una muchacha risueña que lleva 4 días viviendo en la terminal de transporte de Cúcuta. Le pregunto por la plata, me dice que su presupuesto son dos mil pesos diarios. Básicamente se alimenta de pan mientras espera que arreglen el daño de la carretera a Bucaramanga, pues su destino final es Medellín.

Camino hasta el parque Santander, encuentro una mujer con una niña de brazos que me pide algo de comer. Le pregunto cuándo llegó, me dice que ayer. Le digo cuál es su plan, dice no tener ninguno. “Trabajar”, añade luego. Y vuelve a callar. Cuando le pregunto por qué se fue, me responde: “Porque nada podía ser peor que seguir en Venezuela”.

La muchacha risueña del terminal de transporte me contó que en la madrugada del sábado un hombre intentó violarla. La defendieron los compatriotas que conoció en el bus. Luego el domingo le robaron el equipaje. A veces parece que va a llorar pero fuerza una sonrisa. No puedo evitar decirle, antes de despedirme, que me parece valiente.
También le digo que le deseo todo lo mejor. Me conmueve ese grupo de amigos improvisados, surgidos de la necesidad. Realmente son personas que saltan al vacío como un acto reflejo.

Les pido que me expliquen el tema del salario. Me dicen que por decir algo el salario mensual son dos millones y medio pero un pollo vale dos millones. “Estamos subsistiendo a punta de arroz mientras que Maduro y los suyos se están enriqueciendo.” Les pregunto cómo se arregla esto “Hay que matar a Maduro”, dice uno de los chicos del grupo. Luego añade que, mientras eso no pase, necesita trabajar porque en su familia cuentan con sus remesas para poder seguir. Salgo a la calle. Afuera los cucuteños compiten cada vez más ferozmente por los andenes. Cúcuta, una ciudad con 20% de desempleo, mira con rencor la apertura de la frontera. Sienten que aquí no hay oportunidades para los locales, mientras que a los vecinos se les ofrece comida, alojamiento. También, habría que añadir, se les extorsiona, se les roba y se les insulta en la calle.
Nadie tiene la razón. ¿O sería más exacto decir que todos la tienen?

Lo cierto es que la frontera es un territorio donde la subsistencia diaria es una batalla cada vez más salvaje. “¿Qué irá a pasar?”, le pregunto a la chica del terminal. Ella concluye: “Yo solo sé que no hay mal que dure mil años ni cuerpo que lo resista”.


Sigue en Twitter @melbaes