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Formas de morir

En días pasados el país ha seguido la misteriosa historia de Andrés...

4 de marzo de 2015 Por: Melba Escobar

En días pasados el país ha seguido la misteriosa historia de Andrés Felipe Blackburn con asombro. Antes de establecer su suicidio en la ciudad de Savannah en Georgia, Estados Unidos, se supo de su errático comportamiento: salió de su casa, retiró diez millones de pesos, tomó un taxi, fue al aeropuerto y tomó un vuelo a Miami, desde donde luego tomó un bus hasta la población mencionada. En ningún momento se comunicó con su familia, que en este periplo lo declaró desaparecido. Al parecer, Blackburn era un empresario exitoso, padre de dos hijos, con un matrimonio feliz. Y es quizá en este punto donde encuentro más doloroso lo ocurrido para su familia y más desconcertante su deceso. ¿Qué infiernos vivía en silencio? ¿Qué fantasmas lo atormentaban? ¿Cuánta soledad cargaba el hombre que circula en imágenes de redes sociales brindando con amigos, viajando de vacaciones o pasando un fin de semana con los suyos? Mientras especulábamos sobre el caso en un almuerzo de domingo, alguien mencionó que un conocido se había suicidado para pagar las deudas y así no perjudicar a la familia con la perdida inminente de todos sus bienes. Recordé el caso del tío de un amigo que hizo lo mismo. Si bien en el de Andrés Blackburn se desconoce qué motivaciones lo llevaron a tomar la decisión, lo cierto es que hay quienes deciden irse como un último gesto de entrega por quienes se ha dado todo. ¿Fue este su caso? Según sus parientes no tenía deudas, aunque en los medios se especuló lo contrario. No deja, sin embargo, de ser una paradoja que los motivos para quitarse la vida estén ligados con asuntos tan mundanos como tener el dinero o perderlo. Aunque si lo pensamos desde otra perspectiva, este ha sido desde hace décadas uno de los principales motivos para morir; al menos en Colombia. Lo cierto es que en el caso del empresario bogotano, solo puede uno preguntarse a qué le huía, sin tener más recursos que la especulación. La soledad implícita en el silencio absoluto de quienes toman esta decisión en privado, sin hacer partícipes a sus familiares, no deja de ser sorprendente. Por mucho tiempo se creyó que tener una familia era razón más que suficiente para defenderse de la desesperación al no saberse solo en el mundo. Algo parece haber cambiado. El rumano que se suicidó en el vuelo de Avianca con destino a San José de Costa Rica volaba en compañía de su hija. Gabriel Navarro, el hijo de Antonio Navarro Wolff, contaba con el apoyo de su familia. Y salvo casos de dolor crónico o enfermedades psiquiátricas, se tiende a pensar en la familia como ese núcleo primigenio de apoyo y afecto, donde incluso los peores espantos pueden ser confesables, donde solo hay cabida para el respaldo y la incondicionalidad, sin importar si eso implica irse a vivir a otro barrio, abandonar la universidad porque no hay con qué pagarla, o aceptar las condiciones particulares de un ser querido, sus deseos, delirios o decisiones, por extrañas o inapropiadas que nos resulten. Murió también el joven periodista Juan David Arango, estaba buscando empleo. Antes murió Sergio Andrés Urrego, como protesta por la desaprobación frente a su condición sexual y las vejaciones de las que fue víctima. Se llega al suicidio porque se han agotado otras posibilidades. Cabe preguntarse, ¿en algunos de esos casos, habría habido otra alternativa distinta a la muerte? Por desgracia para cientos de miles de quienes desconocían las desgracias de sus seres queridos, la respuesta nunca llegará.